Por Enrique Ojito y Xiomara Alsina
Mientras más de 7 000 migrantes cubanos aguardan en Costa Rica por seguir viaje hacia Estados Unidos, Escambray relata
la historia de un matrimonio de espirituanos que venció ese itinerario,
cuajado de extorsiones, asaltos, coyotes, policías corruptos…
Si no hay plata, los matamos aquí mismo
Ley de Ajuste: un imán solo para cubanos
Cuando menos, en una ratonera se siente Yunialsy en aquel cuarto de hotel de décima categoría en la ciudad de Turbo, Colombia. Recostada al espaldar de la cama y con las rodillas en el mentón, intenta calmar el cosquilleo frío que le salta en el estómago. “Cubanos no se duerman, los estamos velando para matarlos”. La advertencia escrita venía de las paredes. No. Venía de los hombres, quizás de los que yacían desperdigados por el suelo en el vestíbulo con olor a marihuana.
Yunialsy lo intuía, como también su esposo Miguel José, quien se recuesta al mismo espaldar. No pegarán los ojos, por si las moscas; aunque, ¿cómo podría defenderse esta pareja de cubanos, a miles de kilómetros de Sancti Spíritus, en medio de la noche antioqueña, en una de sus paradas en la ruta hacia Estados Unidos?
En mayo del 2015 se apareció Damián en la casa del matrimonio.
—Si quieren irse, es ya, les urgió.
El deshielo de las relaciones diplomáticas anunciado al unísono el 17 de diciembre de 2014 por los presidentes Raúl Castro y Barack Obama cebó la expectativa ante la posibilidad de la eliminación de la Ley de Ajuste Cubano, aprobada en 1966 por el Congreso de Estados Unidos, que le concede un tratamiento diferenciado y único en el mundo, al admitir de modo inmediato y automático a cualquier persona nacida en la isla, sin importar la vía empleada para arribar al territorio norteamericano.
Luego de vender la casa y de casi ahogarse en deudas, Yunialsy y Miguel José arriban el 5 de junio al aeropuerto de Quito, Ecuador. A las afueras, Damián y su esposa colombiana aguardan por ellos para trasladarlos al apartamento de este traficante de cubanos.
—Anoten todo, le aclaró al amanecer a la pareja en la sala.
Más precavida que su esposo, la muchacha apunta teléfonos, lugares, nombres de contactos, evidencia de una lucrativa red de tráfico de cubanos y cubanas que implica a “coyotes” y a otros miembros en Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México y Estados Unidos. Según el periódico Granma, el pasado año esa travesía internacional de cubanos y cubanas pudo dejar una estela de alrededor de 30 millones de dólares, exprimidos de los bolsillos de los propios habitantes de la isla y de sus familiares y amigos diseminados por medio planeta.
Pero a Yunialsy le importa un bledo la millonaria cifra y le lanza una pregunta al regordete de Damián.
—¿Y tú no vas con nosotros hasta salir de Colombia?
—Sí, pero en otro bus. Denme todo el dinero; yo se los cuido.
—Pero, mira…, interviene Miguel José.
— Si no es así, esto se jodió aquí mismo.
El traficante rastrilló las palabras en son de “lo toman o lo dejan”.
Mochila al hombro, el matrimonio salió en bus de Quito a Ipiales, ciudad colombiana fronteriza con Ecuador, con la recomendación de Damián cimbrándoles en los oídos: “Ni se les ocurra hablar con alguien. Ese tonito los chivatea”.
Punto en boca en todo el trayecto. “7:45 pasado meridiano”, anuncia Radio Ipiales, desde la bocina del bus. “Informaciones a esta hora: Luego de dos años y medio del asesinato de 23 taxistas nocturnos en el municipio de Ipiales, los familiares denuncian…”.
La pareja deja atrás la noticia; finge no escucharla y se abisma en la noche de la urbe en busca de un hostal cercano a la terminal de buses hacia Medellín, recomendada por Damián. Poco antes del amanecer, otro coyote está plantado frente a ellos, Gabriel, cuyo porte nada se semeja al hijo del telegrafista de Aracataca, García Márquez.
— ¿Y mi plata?
El saludo, muy cordial, por cierto. De los dólares que Yunialsy separó a escondidas y previsoramente en la casa de Damián, en Quito, le deja caer 50.
—No hablo paja (mentira, en el diccionario cubano); el chofer los recogerá afuera de la terminal. Será una maricada montar dentro; la policía está…
La frase en suspenso de aquel hombre con voz sheriff vendría a aguar el itinerario siguiente. Vencida la ciudad de San Juan de Pasto, en el primer retén…
—Documentos.
Una sola palabra les cuesta 50 dólares, y mucho más. Al parecer, los uniformados le tomaron la chapa al bus y en el próximo retén la policía se dirige a ellos sin pestañear. La misma palabra y otros 50 dólares que descargan a la cloaca de la corrupción. Las extorsiones suman 400 dólares al arribar a Medellín, una ciudad picada de sur a norte por el río Aburrá y sentada a horcajadas entre montañas andinas; mas, ni Yunialsy ni Miguel José están ahora para disfrutar el paisaje.
En el camino de Medellín a Turbo, los espirituanos casi se dan de narices con Damián.
—Al fin apareces, compadre, le espeta Miguel José a quien lleva a cuestas casi todo el dinero que prácticamente le regalaron en bandeja de plata en Quito. ¿Qué tajada se llevará esta versión cubana de coyote que ha hecho un trillo entre La Habana, Quito y Medellín? Poca, poquísima: 3 600 dólares.
—Nos vemos en Turbo, intenta animarlos Damián.
Alrededor de las dos de la mañana del lunes arriban a Turbo, al noroeste de Medellín. Nadie los espera en una ciudad sin reponerse aún de la resaca dominguera. Caminan sin rumbo.
—Tengan cuidado, los van a matar, les alertan, y ellos aceleran el paso hasta que llegan a un hotel; sin embargo, no les permiten entrar por ser cubanos. Súplicas a la señora que continúa en sus trece.
—Si se quedan, nos caen a tiros a todos.
Telefonean a Damián, que duerme a piernas sueltas con su mordida verde de almohada. En la cartilla de instrucciones, dictada por el coyote, Yunialsy descubre el nombre de otro contacto en Turbo, quien llega tambaleándose sobre un motor por causa de tanto alcohol en sangre.
—Me llevo a uno primero y al otro después.
No bastan los ruegos de la joven, quien se queda tragada por la noche en una esquina. “Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!…”, implora de rodillas. Y piensa que no estuviera pasando por esta zozobra de no habérseles denegado las visas en la entonces Oficina de Intereses de EE.UU. en La Habana. Cuando ya cree a su marido sin vida, escucha aproximarse la moto.
— ¡Ay, mi madre! “Padre nuestro, que estás…”.
Por ahora, Yunialsy es escuchada. La evidencia está en que sigue recostada al espaldar de la cama de este hotelucho, junto con Miguel José, quien tampoco ha pegado un ojo durante la noche, presto a salir corriendo de aquella ratonera al despuntar el día.
Golpes secos en la puerta, tan secos como la voz del hombre del motor que les exige 900 dólares en total por los servicios prestados —incluidas la ración por venir del lanchero y de otro guía— por el cruce esa noche de la frontera de Colombia con Panamá, junto a otros migrantes de la isla. Toda una maquinaria bien aceitada.
Llueve. Y salen a partir el monte que los separa de la costa; distante a unos 10 kilómetros. Casi nada. Se tornan sombras mudas; los paras y los asaltantes que conocen esos atajos de memoria permanecen a la caza en busca de su “vacuna”; pero los aguaceros y el fango los ahuyentaron. Otra noche sin dormir. Y ahí están Yunialsy y Miguel José, picados por los mosquitos y el miedo.
Cuando la lancha da señales de vida a las siete de la mañana, se arma el sálvese quien pueda en el abordaje. Veinticinco personas intentan acomodar los huesos en una embarcación de apenas 10 capacidades, para cruzar el Golfo de Urabá. Debido a ese mismo oleaje, que ahora zarandea la lancha, padres cubanos verían el mar encrespado llevarse a su hijo meses después; cuentan que al pisar tierra firme buscaron alambres para suicidarse.
Un año atrás, siete migrantes (¿cubanos, nepalíes, ghaneses?) zozobraron también; por Turbo se corrió el rumor: los propios coyotes los lanzaron al mar, después de quitarles todo el dinero. “Son personas como uno y demás, y sus familias en el otro lado del mundo no saben qué pasó con ellos”, comentó el sepulturero del pueblo, Evelio Cortés, a la prensa colombiana.
Sobre esas aguas de incertidumbre en el Urabá, navegan los espirituanos durante dos horas y media. A más de 100 metros de la costa panameña, los conminan a tirarse ante el temor de ser interceptados por los guardafronteras. Cunde el pánico. Varios hombres se arrojan, mochila en mano. Otros se niegan; igual, las mujeres. En ese justo momento, una lancha que curiosea entra en el juego y, billetes verdes por medio a sus tripulantes, los acerca a la orilla.
Empapados aún, sortean el diente de perro, no así la “multa” a la entrada de la montaña por vencer, que les reclaman —a golpe de pistola— otros apostados en el camino, empecinados en su filosofía: para ellos, un extranjero es un cajero automático rodante.
—Cincuenta pesitos por cada uno; si no, los matamos.
Yunialsy y Miguel José, que solo habían visto armas de juguete, desembolsan la cuantía sin chistar. Al lado, un habanero rebusca, mas, el bolsillo no clona billetes. Dos de los armados, que llevan gorra de camuflaje, arrastran al muchacho hacia la orilla y, sin recato, encuentran la bestial fórmula de cobrarle el peaje con su cuerpo. Después lo tiran al camino, y ahí se queda el habanero, consumido por la impotencia y la vergüenza.
En escasos minutos se enfrentan a la escarpada mole de tierra y piedra. Resbalan, como tantos otros. Con su brazo izquierdo fracturado en plena jungla —antes de zarpar la lancha en Colombia—, la mujer más gruesa del grupo suplica ayuda. Sus coterráneos parecen no oír el reclamo. Más caídas al bajar la montaña, que casi los desparrama en la costa.
Con el Mar Caribe de vigía, marchan hasta topar con Puerto Obaldía, donde se entregan a la Policía panameña, que no los extorsiona. Por primera vez, respiran cierto sosiego desde la partida de Quito. Medio millar de cubanos deambula por el pueblo, con servicio eléctrico solo de seis de la tarde a seis de la mañana. Tres noches por 30 dólares en un hotelito no les asusta el bolsillo a Miguel José y a Yunialsy; pero sí a otra pareja que opta por plantar su campamento debajo de una mata repleta de almendras, que les salvan de la hipoglucemia.
—Mami, mami; estamos entrando a Panamá. Todo bien, bien.
¿Alguien le reprocharía a Yunialsy por Ia mentira piadosa? Sí es certeza la partida a Ciudad de Panamá en avioneta a 180 dólares por persona. De ahí, en bus hasta la ciudad de Paso Canoas, mitad panameña, mitad costarricense, donde permanecen el fin de semana.
Con el permiso de ingresar a suelo tico, hasta el lunes no pueden seguir rumbo norte, hacia Nicaragua. Desconocen que tal dilación podría obedecer a la estratagema de la ramificación en tierra costarricense de una red internacional de trata de seres humanos —desarticulada en noviembre pasado— de retardar los viajes para exprimirles aún más la cartera a inmigrantes en hoteles y escondites diversos en ese país.
El Ganga, un coyote que olfatea a los cubanos a mil kilómetros a la redonda, guía a los espirituanos, junto a un numeroso grupo de coterráneos de la isla, hasta las cercanías de Peñas Blancas, en el cantón de La Cruz —último suspiro geográfico de Costa Rica—, adonde arriban en busetas. Minutos después se esfuman en el monte para evadir la vigilancia fronteriza.
—Papi, ¿qué es esto?, inquiere un niño no mayor de cinco años.
—Un campismo, mi’jo.
Nicaragua adentro, deciden entregarse al Ejército. Veinte dólares por persona y van directo al control migratorio en Managua. Honduras, otra parada. En San Pedro de Sula —la urbe más violenta del planeta— intentan conciliar el sueño; antes, reciben un training sobre el manejo de las pistolas que les ha prestado el “guía” por si se presenta cualquier emergencia. Antes, telefonean al coyote de México, país que de solo mencionar los aterra debido a los posibles riesgos.
Yunialsy y Miguel José nunca han leído una línea acerca de los maras; por ello, se sienten más confiados en Guatemala, adonde llegan apenas nueve de los más de 40 del grupo de cubanos que entraron con la pareja a Nicaragua. Los restantes quedaron a la vera de la camino, devanándose los sesos en cómo hacerse del dinero que les exigen los coyotes para continuar la ruta. Por ejemplo, El Ringo les reclama ahora 500 dólares por dejarlos en una vivienda clandestina en las inmediaciones de la frontera con México, que pasan el 23 de junio.
A las dos de la madrugada, inician el cruce del río con la nariz a ras del agua. Miguel José tropieza con una piedra del fondo, y la corriente le lleva la mochila y los pasaportes, que irían a parar al mismísimo Golfo de México.
Tres días y tres noches de caminata por el monte, ríos, hasta encallar en un pantano inundado de mosquitos; ahí permanecen ocultos durante horas, también bajo el asedio de cocodrilos. Luego, a riesgo de ser descubiertos, en ocasiones abordan alguna camioneta que los adelanta hasta un escondrijo de México D.F.
Como sardinas en lata se sienten en aquella casa, de donde salen a cuentagotas hacia la frontera con EE.UU. A sabiendas de que por plata baila hasta el mono, la joven se acerca a la dueña de la casa al tercer día.
—Te doy un regalito, si nos sacas ya.
—Órale pues. Esta noche.
Dieciocho horas en el camarote de una rastra sin comer ni hablar hasta Nuevo Laredo. Al pisar con los maltrechos zapatos el asfalto del puente sobre el río Bravo, recuerdan el consejo que pasa de boca en boca entre los migrantes cubanos. “Cuando estén allí, caminen y no hagan caso a nadie”. Pero, Yunialsy y Miguel José olvidan la sugerencia y no caminan. Corren, corren; porque en esas decenas de metros se juegan algo más que los casi 18 000 dólares que les mordieron coyotes, policías, lancheros… en los casi de 8 000 kilómetros vencidos en 26 días de travesía.
—Somos cubanosss, dicen jadeando a las autoridades de Inmigración de EE.UU., frase convertida en una acepción de “abracadabra” para ingresar a los dominios de Washington. Así y todo, no es hasta el segundo día que reciben el permiso de entrada.
En ese instante —como máquina engrasada— ya aguarda por la pareja —1 300 dólares mediante—, un bus, que por mucho que avanza en la carretera en busca de Miami, no deja atrás la pesadilla vivida por Miguel José y Yunialsy, quienes, aún hoy, sienten el mismo cosquilleo frío en el estómago de aquella noche en el hotelucho de Turbo.
Nota: Escambray mantuvo en el anonimato los nombres de los protagonistas de esta historia.
Si no hay plata, los matamos aquí mismo
Ley de Ajuste: un imán solo para cubanos
Cuando menos, en una ratonera se siente Yunialsy en aquel cuarto de hotel de décima categoría en la ciudad de Turbo, Colombia. Recostada al espaldar de la cama y con las rodillas en el mentón, intenta calmar el cosquilleo frío que le salta en el estómago. “Cubanos no se duerman, los estamos velando para matarlos”. La advertencia escrita venía de las paredes. No. Venía de los hombres, quizás de los que yacían desperdigados por el suelo en el vestíbulo con olor a marihuana.
Yunialsy lo intuía, como también su esposo Miguel José, quien se recuesta al mismo espaldar. No pegarán los ojos, por si las moscas; aunque, ¿cómo podría defenderse esta pareja de cubanos, a miles de kilómetros de Sancti Spíritus, en medio de la noche antioqueña, en una de sus paradas en la ruta hacia Estados Unidos?
En mayo del 2015 se apareció Damián en la casa del matrimonio.
—Si quieren irse, es ya, les urgió.
El deshielo de las relaciones diplomáticas anunciado al unísono el 17 de diciembre de 2014 por los presidentes Raúl Castro y Barack Obama cebó la expectativa ante la posibilidad de la eliminación de la Ley de Ajuste Cubano, aprobada en 1966 por el Congreso de Estados Unidos, que le concede un tratamiento diferenciado y único en el mundo, al admitir de modo inmediato y automático a cualquier persona nacida en la isla, sin importar la vía empleada para arribar al territorio norteamericano.
Luego de vender la casa y de casi ahogarse en deudas, Yunialsy y Miguel José arriban el 5 de junio al aeropuerto de Quito, Ecuador. A las afueras, Damián y su esposa colombiana aguardan por ellos para trasladarlos al apartamento de este traficante de cubanos.
—Anoten todo, le aclaró al amanecer a la pareja en la sala.
Más precavida que su esposo, la muchacha apunta teléfonos, lugares, nombres de contactos, evidencia de una lucrativa red de tráfico de cubanos y cubanas que implica a “coyotes” y a otros miembros en Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala, México y Estados Unidos. Según el periódico Granma, el pasado año esa travesía internacional de cubanos y cubanas pudo dejar una estela de alrededor de 30 millones de dólares, exprimidos de los bolsillos de los propios habitantes de la isla y de sus familiares y amigos diseminados por medio planeta.
Pero a Yunialsy le importa un bledo la millonaria cifra y le lanza una pregunta al regordete de Damián.
—¿Y tú no vas con nosotros hasta salir de Colombia?
—Sí, pero en otro bus. Denme todo el dinero; yo se los cuido.
—Pero, mira…, interviene Miguel José.
— Si no es así, esto se jodió aquí mismo.
El traficante rastrilló las palabras en son de “lo toman o lo dejan”.
Mochila al hombro, el matrimonio salió en bus de Quito a Ipiales, ciudad colombiana fronteriza con Ecuador, con la recomendación de Damián cimbrándoles en los oídos: “Ni se les ocurra hablar con alguien. Ese tonito los chivatea”.
Punto en boca en todo el trayecto. “7:45 pasado meridiano”, anuncia Radio Ipiales, desde la bocina del bus. “Informaciones a esta hora: Luego de dos años y medio del asesinato de 23 taxistas nocturnos en el municipio de Ipiales, los familiares denuncian…”.
La pareja deja atrás la noticia; finge no escucharla y se abisma en la noche de la urbe en busca de un hostal cercano a la terminal de buses hacia Medellín, recomendada por Damián. Poco antes del amanecer, otro coyote está plantado frente a ellos, Gabriel, cuyo porte nada se semeja al hijo del telegrafista de Aracataca, García Márquez.
— ¿Y mi plata?
El saludo, muy cordial, por cierto. De los dólares que Yunialsy separó a escondidas y previsoramente en la casa de Damián, en Quito, le deja caer 50.
—No hablo paja (mentira, en el diccionario cubano); el chofer los recogerá afuera de la terminal. Será una maricada montar dentro; la policía está…
La frase en suspenso de aquel hombre con voz sheriff vendría a aguar el itinerario siguiente. Vencida la ciudad de San Juan de Pasto, en el primer retén…
—Documentos.
Una sola palabra les cuesta 50 dólares, y mucho más. Al parecer, los uniformados le tomaron la chapa al bus y en el próximo retén la policía se dirige a ellos sin pestañear. La misma palabra y otros 50 dólares que descargan a la cloaca de la corrupción. Las extorsiones suman 400 dólares al arribar a Medellín, una ciudad picada de sur a norte por el río Aburrá y sentada a horcajadas entre montañas andinas; mas, ni Yunialsy ni Miguel José están ahora para disfrutar el paisaje.
En el camino de Medellín a Turbo, los espirituanos casi se dan de narices con Damián.
—Al fin apareces, compadre, le espeta Miguel José a quien lleva a cuestas casi todo el dinero que prácticamente le regalaron en bandeja de plata en Quito. ¿Qué tajada se llevará esta versión cubana de coyote que ha hecho un trillo entre La Habana, Quito y Medellín? Poca, poquísima: 3 600 dólares.
—Nos vemos en Turbo, intenta animarlos Damián.
Alrededor de las dos de la mañana del lunes arriban a Turbo, al noroeste de Medellín. Nadie los espera en una ciudad sin reponerse aún de la resaca dominguera. Caminan sin rumbo.
—Tengan cuidado, los van a matar, les alertan, y ellos aceleran el paso hasta que llegan a un hotel; sin embargo, no les permiten entrar por ser cubanos. Súplicas a la señora que continúa en sus trece.
—Si se quedan, nos caen a tiros a todos.
Telefonean a Damián, que duerme a piernas sueltas con su mordida verde de almohada. En la cartilla de instrucciones, dictada por el coyote, Yunialsy descubre el nombre de otro contacto en Turbo, quien llega tambaleándose sobre un motor por causa de tanto alcohol en sangre.
—Me llevo a uno primero y al otro después.
No bastan los ruegos de la joven, quien se queda tragada por la noche en una esquina. “Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!…”, implora de rodillas. Y piensa que no estuviera pasando por esta zozobra de no habérseles denegado las visas en la entonces Oficina de Intereses de EE.UU. en La Habana. Cuando ya cree a su marido sin vida, escucha aproximarse la moto.
— ¡Ay, mi madre! “Padre nuestro, que estás…”.
Por ahora, Yunialsy es escuchada. La evidencia está en que sigue recostada al espaldar de la cama de este hotelucho, junto con Miguel José, quien tampoco ha pegado un ojo durante la noche, presto a salir corriendo de aquella ratonera al despuntar el día.
Golpes secos en la puerta, tan secos como la voz del hombre del motor que les exige 900 dólares en total por los servicios prestados —incluidas la ración por venir del lanchero y de otro guía— por el cruce esa noche de la frontera de Colombia con Panamá, junto a otros migrantes de la isla. Toda una maquinaria bien aceitada.
Llueve. Y salen a partir el monte que los separa de la costa; distante a unos 10 kilómetros. Casi nada. Se tornan sombras mudas; los paras y los asaltantes que conocen esos atajos de memoria permanecen a la caza en busca de su “vacuna”; pero los aguaceros y el fango los ahuyentaron. Otra noche sin dormir. Y ahí están Yunialsy y Miguel José, picados por los mosquitos y el miedo.
Cuando la lancha da señales de vida a las siete de la mañana, se arma el sálvese quien pueda en el abordaje. Veinticinco personas intentan acomodar los huesos en una embarcación de apenas 10 capacidades, para cruzar el Golfo de Urabá. Debido a ese mismo oleaje, que ahora zarandea la lancha, padres cubanos verían el mar encrespado llevarse a su hijo meses después; cuentan que al pisar tierra firme buscaron alambres para suicidarse.
Un año atrás, siete migrantes (¿cubanos, nepalíes, ghaneses?) zozobraron también; por Turbo se corrió el rumor: los propios coyotes los lanzaron al mar, después de quitarles todo el dinero. “Son personas como uno y demás, y sus familias en el otro lado del mundo no saben qué pasó con ellos”, comentó el sepulturero del pueblo, Evelio Cortés, a la prensa colombiana.
Sobre esas aguas de incertidumbre en el Urabá, navegan los espirituanos durante dos horas y media. A más de 100 metros de la costa panameña, los conminan a tirarse ante el temor de ser interceptados por los guardafronteras. Cunde el pánico. Varios hombres se arrojan, mochila en mano. Otros se niegan; igual, las mujeres. En ese justo momento, una lancha que curiosea entra en el juego y, billetes verdes por medio a sus tripulantes, los acerca a la orilla.
Empapados aún, sortean el diente de perro, no así la “multa” a la entrada de la montaña por vencer, que les reclaman —a golpe de pistola— otros apostados en el camino, empecinados en su filosofía: para ellos, un extranjero es un cajero automático rodante.
—Cincuenta pesitos por cada uno; si no, los matamos.
Yunialsy y Miguel José, que solo habían visto armas de juguete, desembolsan la cuantía sin chistar. Al lado, un habanero rebusca, mas, el bolsillo no clona billetes. Dos de los armados, que llevan gorra de camuflaje, arrastran al muchacho hacia la orilla y, sin recato, encuentran la bestial fórmula de cobrarle el peaje con su cuerpo. Después lo tiran al camino, y ahí se queda el habanero, consumido por la impotencia y la vergüenza.
En escasos minutos se enfrentan a la escarpada mole de tierra y piedra. Resbalan, como tantos otros. Con su brazo izquierdo fracturado en plena jungla —antes de zarpar la lancha en Colombia—, la mujer más gruesa del grupo suplica ayuda. Sus coterráneos parecen no oír el reclamo. Más caídas al bajar la montaña, que casi los desparrama en la costa.
Con el Mar Caribe de vigía, marchan hasta topar con Puerto Obaldía, donde se entregan a la Policía panameña, que no los extorsiona. Por primera vez, respiran cierto sosiego desde la partida de Quito. Medio millar de cubanos deambula por el pueblo, con servicio eléctrico solo de seis de la tarde a seis de la mañana. Tres noches por 30 dólares en un hotelito no les asusta el bolsillo a Miguel José y a Yunialsy; pero sí a otra pareja que opta por plantar su campamento debajo de una mata repleta de almendras, que les salvan de la hipoglucemia.
—Mami, mami; estamos entrando a Panamá. Todo bien, bien.
¿Alguien le reprocharía a Yunialsy por Ia mentira piadosa? Sí es certeza la partida a Ciudad de Panamá en avioneta a 180 dólares por persona. De ahí, en bus hasta la ciudad de Paso Canoas, mitad panameña, mitad costarricense, donde permanecen el fin de semana.
Con el permiso de ingresar a suelo tico, hasta el lunes no pueden seguir rumbo norte, hacia Nicaragua. Desconocen que tal dilación podría obedecer a la estratagema de la ramificación en tierra costarricense de una red internacional de trata de seres humanos —desarticulada en noviembre pasado— de retardar los viajes para exprimirles aún más la cartera a inmigrantes en hoteles y escondites diversos en ese país.
El Ganga, un coyote que olfatea a los cubanos a mil kilómetros a la redonda, guía a los espirituanos, junto a un numeroso grupo de coterráneos de la isla, hasta las cercanías de Peñas Blancas, en el cantón de La Cruz —último suspiro geográfico de Costa Rica—, adonde arriban en busetas. Minutos después se esfuman en el monte para evadir la vigilancia fronteriza.
—Papi, ¿qué es esto?, inquiere un niño no mayor de cinco años.
—Un campismo, mi’jo.
Nicaragua adentro, deciden entregarse al Ejército. Veinte dólares por persona y van directo al control migratorio en Managua. Honduras, otra parada. En San Pedro de Sula —la urbe más violenta del planeta— intentan conciliar el sueño; antes, reciben un training sobre el manejo de las pistolas que les ha prestado el “guía” por si se presenta cualquier emergencia. Antes, telefonean al coyote de México, país que de solo mencionar los aterra debido a los posibles riesgos.
Yunialsy y Miguel José nunca han leído una línea acerca de los maras; por ello, se sienten más confiados en Guatemala, adonde llegan apenas nueve de los más de 40 del grupo de cubanos que entraron con la pareja a Nicaragua. Los restantes quedaron a la vera de la camino, devanándose los sesos en cómo hacerse del dinero que les exigen los coyotes para continuar la ruta. Por ejemplo, El Ringo les reclama ahora 500 dólares por dejarlos en una vivienda clandestina en las inmediaciones de la frontera con México, que pasan el 23 de junio.
A las dos de la madrugada, inician el cruce del río con la nariz a ras del agua. Miguel José tropieza con una piedra del fondo, y la corriente le lleva la mochila y los pasaportes, que irían a parar al mismísimo Golfo de México.
Tres días y tres noches de caminata por el monte, ríos, hasta encallar en un pantano inundado de mosquitos; ahí permanecen ocultos durante horas, también bajo el asedio de cocodrilos. Luego, a riesgo de ser descubiertos, en ocasiones abordan alguna camioneta que los adelanta hasta un escondrijo de México D.F.
Como sardinas en lata se sienten en aquella casa, de donde salen a cuentagotas hacia la frontera con EE.UU. A sabiendas de que por plata baila hasta el mono, la joven se acerca a la dueña de la casa al tercer día.
—Te doy un regalito, si nos sacas ya.
—Órale pues. Esta noche.
Dieciocho horas en el camarote de una rastra sin comer ni hablar hasta Nuevo Laredo. Al pisar con los maltrechos zapatos el asfalto del puente sobre el río Bravo, recuerdan el consejo que pasa de boca en boca entre los migrantes cubanos. “Cuando estén allí, caminen y no hagan caso a nadie”. Pero, Yunialsy y Miguel José olvidan la sugerencia y no caminan. Corren, corren; porque en esas decenas de metros se juegan algo más que los casi 18 000 dólares que les mordieron coyotes, policías, lancheros… en los casi de 8 000 kilómetros vencidos en 26 días de travesía.
—Somos cubanosss, dicen jadeando a las autoridades de Inmigración de EE.UU., frase convertida en una acepción de “abracadabra” para ingresar a los dominios de Washington. Así y todo, no es hasta el segundo día que reciben el permiso de entrada.
En ese instante —como máquina engrasada— ya aguarda por la pareja —1 300 dólares mediante—, un bus, que por mucho que avanza en la carretera en busca de Miami, no deja atrás la pesadilla vivida por Miguel José y Yunialsy, quienes, aún hoy, sienten el mismo cosquilleo frío en el estómago de aquella noche en el hotelucho de Turbo.
Nota: Escambray mantuvo en el anonimato los nombres de los protagonistas de esta historia.
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