Por Juan Triana Cordoví*
Fue mi amigo Goyo quien me dijo un día que lo que resultaba perverso no era tropezar dos veces con la misma piedra, sino encariñarse con ella. En Cuba hemos estado tropezando con la piedra de los precios varias veces.
Esta vez, ha sido el tomate quien nos lo ha recordado. El Solanum lycopersicum se convirtió en un gran protagonista de nuestra vida cotidiana a inicios de año, cuando sus precios (20 y 25 pesos cubanos la libra en los mercados agropecuarios, el equivalente a un día de salario medio) lo catapultaron a la fama y facilitaron que, nuevamente, los precios, el mercado, la oferta, la demanda y la magra capacidad de una buena parte de los bolsillos cubanos se vieran las caras.
Durante estos días y en más de una ocasión las culpas han estado pasando desde el Estado, hacia la famosa ley de la oferta y la demanda, la acción de los intermediarios (identificados mecánicamente como especuladores muchas veces) los campesinos y lógicamente la administraciones de los diferentes eslabones de esta cadena de entuertos.
Sin embargo, más que culpables creo que deben encontrarse las causas que provocan estas situaciones anómalas. Apuntaré algunas de ellas.
La primera de todas las verdades es que la producción nacional de algunos de estos productos sigue siendo insuficiente, en 2015 además declinó y por lo general los rendimientos que se obtienen están muy alejados de la media internacional y de nuestras necesidades. Esta es una de aquellas piedras a la que parece profesamos mucho cariño.
Pero no todo lo que se produce va a la venta a la población. La mayor parte de la producción tiene otros destinos; la industria, el turismo y el consumo social, que son el otro componente de la demanda de estos productos.
Según estos datos de la ONEI, sólo el 50% de la ya menguada producción de papa, el 6% de nuestros ansiados tomates y el 8,5% de nuestras cebollas es lo que llega a los mercados agropecuarios.
Como no existe importación de estos productos para mejorar la oferta en estos mercados, entonces no hay más recursos que incrementar la presencia en las tarimas y solo el consumidor puede acceder a lo que le llega de nuestra menguada producción nacional.
La demanda además, ha crecido, pues hoy centenares de nuevos restaurantes y cafeterías se han sumado como nuevos demandantes de esos productos.
Este año 2015, recién terminado, medio millón más de turistas se han sumado como comensales, parte de los cuales visita en una o varias ocasiones los restaurantes privados. La producción es, a todas luces, insuficiente para cubrir todos estos destinos.
De hecho en nuestros propios hoteles seguimos sorprendiéndonos cuando encontramos vegetales y hortalizas e incluso ¡hasta yuca! importada, ante la ausencia, falta de sistematicidad y calidad inadecuada de la producción agrícola nacional.
La demanda creciente es siempre una oportunidad para incrementar producciones e ingresos, expandir capacidades productivas, introducir mejoras tecnológicas, generar nuevos negocios…Pero en nuestro caso ocurre algo único en el mundo, la demanda creciente es ¡un problema!. Esta es otra de nuestras piedras recurrentes.
Otro aspecto, también interesante, es que en la estructura del mercado agropecuario cubano, los mercados estatales siguen siendo predominantes en cuanto a su participación en el valor total de las ventas. Así en el año 2014 participaban en el 51% del valor de los productos vendidos, mientras que hasta septiembre del 2015 eran el 37,8%. A su vez, los llamados mercados de oferta y demanda oscilan entre el 7 y el 8% de participación en la facturación y los puntos de ventas y los vendedores ambulantes (carretillas) suman de conjunto, alrededor del 36% de toda la facturación. Son formas organizativas del mercado que muchas veces funcionan con lógicas diferentes y en condiciones también diferentes.
Por estas y otras razones es que los precios son solo en parte el producto de eso que llamamos oferta y demanda. En otra parte, decisiva por cierto, los precios son el resultado de los costos de producción, circulación y comercialización, más los beneficios correspondientes a cada uno de esos segmentos de la cadena.
O sea, que nuestro poco tomate no llega virgen a los puntos de venta a la población, sino con su costo a cuesta. Si los costos de cosecha son altos, porque el salario diario de un jornalero en la agricultura puede cuadriplicar el promedio del salario diario nacional, si el petróleo ha subido de precio, si los insumos para producir nuestro tomate son también caros, sería pues casi ingenuo esperar que el tomate nuestro de cada día sea barato, en especial cuando el término “barato” siempre es algo relativo, que tiene en la ¿fortaleza? del bolsillo del cubano promedio un elemento determinante.
Si además entendemos que las personas que venden los tomates son también compradores de otros productos que se venden en nuestras tiendas estatales en divisas, a precios que a veces duplican y triplican sus costos de importación incluyendo el flete (aceite, perros calientes, muslos y contramuslos de pollo, leche en polvo, espaguetis, puré de tomate, detergente y otros productos de aseo y limpieza, algún refresco y de vez en vez -por qué no- una cerveza) y que los ingresos que reciben como compradores deben permitirle, después de cubrir costos y pagar impuestos, adquirir, al menos, una parte de esos productos, entonces estamos más cerca de entender la magnitud de la “piedra nuestra cada día”.
En el mercado de los productos en CUC, los precios se multiplicaron por varias veces el valor de sus referentes en el mercado en CUP allá por los inicios de la década de los noventa (por ejemplo, y a la tasa de cambio actual, menor que la que existía en 1993, el precio de un producto prescindible como la cerveza es 41 veces mayor al que tenía en 1989, es decir, 4000 % más; un litro de leche se pagaba a 25 centavos de peso cubano, pero su precio en la TRD alcanza 1,25 cuc, esto es 125 veces más o 12 500% de incremento) lo que redujo drásticamente el poder de compra del salario del trabajador cubano.
Aquella medida, que respondió a urgencias incuestionables, trae hoy más perjuicios que beneficios, pues genera múltiples incentivos negativos, tanto hacia las empresas como hacia los consumidores.
Para hacerlo más gráfico, la pregunta sería ¿cuántas libras de tomate deben venderse para, luego de cubrir los costos, permitirle al productor, adquirir un litro de aceite, comprar un kilogramo de pollo, un paquete de leche en polvo, etc.?
La economía está muy interconectada, nuestros mercados aparentemente tan segmentados tienen vasos comunicantes, y todo indica que nuestro mercado en CUC se ha convertido, desde hace mucho tiempo, en el referente fundamental de precios para todos nuestros mercados de consumo.
Saltar estas piedras o darle un rodeo es una difícil tarea para un Estado que, por otro lado, subsidia en más de un 97% los primeros 100 KW de electricidad para todas las familias cubanas, mantiene precios de 40 centavos de peso cubano en los ómnibus, varias veces menos que el costo real del pasaje, subsidia alimentos para todos, (los que necesitan el subsidio y los que no) aunque sean muchos menos productos que en aquella época especial en que recibíamos la ayuda fraternal y solidaria de la Unión Soviética, hace lo mismo con los medicamentos y no ha renunciado a mantener los servicios de educación y salud gratuitos, incluso para aquellos que hoy podrían pagar una parte.
Sin embargo, abstenerse de regular correctamente lo que debe ser regulado no es una opción. Tampoco debe serlo viajar hacia atrás en el tiempo y adoptar soluciones de ya probada insuficiencia.
A la lista de piedras con las que seguimos chocando habría que sumar también otras “características” de nuestros mercados de productos agrícolas.
De una parte está su escaso desarrollo y baja tecnología, que
recuerda formas casi primitivas de organización y funcionamiento, la
ausencia de cadenas de comercios que oferten productos frescos, la
inexistencia de importaciones de estos productos para compensar déficit
coyunturales, regulaciones algunas de ellas poco adecuadas a las
necesidades actuales, poca transparencia en las operaciones de compra y
venta en esos mercados, la existencia de muy pocos mercados mayoristas, y
la consiguiente falta de competencia, que favorece precios monopólicos y
muchas veces abusivos.
Un dato puede ilustrar la situación, en la Ciudad de la Habana
cuando apenas éramos más de medio millón de ciudadanos existían tres
grandes mercados al menos, que recibían productos de todo el país: El
mercado de Carlos III, el de Cuatro Caminos y el de la Plaza del Vapor.
En los años ochenta, operaban tres mercados concentradores: Berroa, Ocho
Vías y El Trigal. Hoy tenemos solo El Trigal, a cuya cooperativa se le
concedió el monopolio del mayoreo de productos agrícolas en la capital
del país: ¿Qué impide estimular la presencia de más mercados mayoristas
en la capital de todos los cubanos?
Cuando se afirma que la ley de la oferta y la demanda es la culpable
de nuestro tomate de 20 pesos, se reducen de forma muy simplista las
causas reales del problema.Países muy ricos y con una vocación para nada socialista, desde hace muchos años entendieron que la producción y la comercialización de alimentos es un asunto de alta sensibilidad política y han adoptado repetidamente medidas que a la vez de proteger a los consumidores, garantizan las condiciones mínimas para evitar que sus productores agrícolas sucumban a la competencia desleal de los de otros países.
En realidad los consumidores cubanos solo asistimos al último acto de esta larga puesta en escena en sus diferentes temporadas. Somos los que tropezamos con la piedra todos los días, como si alguien la llevara debajo del brazo y la fuera lanzando delante de nosotros a cada uno de nuestros pasos.
Tomado de Jagüeyenses en la red
*Doctor en Ciencias Económicas, Profesor
e Investigador Titular del Centro de Estudios de la Economía Cubana
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