Por Luis Toledo Sande
La
presentación, en la III Jornada sobre Cultura Cubana en Medios
Digitales, de una buena ponencia sobre el portal D’Cuba Jazz —acogido
por Cubarte, Centro de Informática en la Cultura— sirvió, entre otras,
para dos cosas. La primera fue apreciar las virtudes del espacio
dedicado a una expresión musical que, nacida en los Estados Unidos, ha
crecido en mutuo enriquecimiento con la música de otros pueblos, en
especial de nuestra América, incluida Cuba. En la base de ese
intercambio cultural ha sido determinante la presencia africana,
asociada en sus orígenes a la monstruosa esclavitud. Por ahí empezó,
para que estas notas no salgan de territorio cubano, el todo mezclado
que con gracia poética y acierto captó Nicolás Guillén y fue fruto,
perdurable y germinador, de la transculturación estudiada por Fernando
Ortiz con ojos y corazón puestos en la integración humana.
Pero
la ponencia sirvió asimismo para mostrar un hecho en el que tal vez no
se había pensado lo bastante, quizás porque lo descartaba el
subconsciente: Cubarte, que tan noble labor despliega desde el
Ministerio de Cultura, no ha logrado conformar un portal dedicado
enteramente a la música cubana. Tal falta es particularmente sensible
porque, más allá de la dignidad revolucionaria, y de metáforas
grandiosas signadas por buenas aspiraciones, si acaso en algo Cuba ha
sido o es potencia, es en la música.
Para no poner más que
algunos ejemplos de la literatura y la plástica, ha tenido escritores
extraordinarios, desde José María Heredia hasta Alejo Carpentier y
Nicolás Guillén, pasando por Cirilo Villaverde, Gertrudis Gómez de
Avellaneda y Julián del Casal, José Lezama Lima y otros, con un José
Martí que lo ilumina y lo desborda todo. Y ha tenido relevantes
pintores: entre ellos Carlos Enríquez, para algunos el de fibra más
genial, o Wifredo Lam, el que mayor reconocimiento ha merecido
internacionalmente.
¿Cómo esbozar una idea de la cifra y la
variedad de músicos que ha dado Cuba? Sin ir más atrás, se debe recordar
al menos lo que va de Esteban Salas y Nicolás Ruiz Espadero a Leo
Brouwer. La nómina, inabarcable, no cesa de crecer y sumar diversidad
—riqueza— en la gestación y la combinación de géneros y estilos, y en la
quiebra de lindes trazados, no de preferencia por los artistas mismos,
entre culto y popular, que no equivale, ¡no!, a vulgaridad, ni se ha de
confundir con ella. En cuanto a clasificaciones, vengan de prejuicios o
del afán de la utilidad para el estudio, no siempre honran a un tesoro
acumulado en permanente diálogo con el mundo.
Por su intensidad y
su grandeza el legado musical cubano se ha hecho más resistente que los
centrales azucareros, y eso que hasta musical y caballerescamente se ha
dicho, y no se ha desmentido, que “sin azúcar no hay país”, lo cual no
supone rendir culto de resignación a monocultivo alguno, ni a
dependencias nocivas. Ni el bloqueo imperialista ni el aislamiento
explicable por la hostilidad enemiga ni huracán de ningún tipo han
podido arruinar la música cubana, ni impedir que se aprecie en el mundo,
ya sea sola o nutriendo fusiones como la llamada salsa. En esta última
el aporte cubano ha sido básico, incluso por la irradiación que la Mayor
de las Antillas ha tenido entre sus hermanas, y en ámbitos
continentales. Así ha llegado a Nueva York, y hasta el lejano Oriente.
Sin
desconocer ni menospreciar lo producido en otros pueblos de América, y
del conjunto mundial, cabe decir que en ello, como en la vitalidad
musical de Brasil y de los Estados Unidos, los otros vértices de un
portentoso triángulo afincado señaladamente en géneros bailables, pero
que no acaba en ellos, ha sido decisiva la mezcla de etnias iniciada
desde la esclavitud. No digamos mezcla de razas, porque, si se habla de
seres humanos, el término raza debería reducirse para siempre a un
vocablo en el diccionario histórico de la opresión, o en el
correspondiente museo de antigüedades, donde sirva, más que para
enjuiciar el pasado, como lección hacia un futuro donde la injusticia
social, y las discriminaciones que le han dado asidero, no pasen de ser
un mal recuerdo.
Lo turbador, y a la vez sedante, al valorar en
esto el trabajo de Cubarte —que con tantos buenos conocedores de música
cuenta—, radica en que el foro mencionado al inicio sirvió asimismo para
conocer otro componente de la realidad: la ausencia de un portal
dedicado enteramente a la música cubana en sus distintas manifestaciones
no se ha debido a desidia de Cubarte, que tan alta responsabilidad
tiene y cumple, desde el Ministerio de Cultura, en la coordinación del
trabajo digital para difundir, defender y salvaguardar el patrimonio
artístico y literario de la nación. En gran medida la señalada ausencia
obedece a un hecho del cual el país, sin sucumbir a chovinismos, debe
sentirse orgulloso y responsable: la propia riqueza de la música cubana,
que hace complejo todo intento de valorarla y promoverla
inteligentemente en su conjunto.
Pero lo que más debe preocupar
en este caso no es dicha riqueza, sino algo que también se apreció en
las intervenciones hechas durante la Jornada por varias personas,
algunas de ellas con responsabilidad en el tema: entre las dificultades
que han impedido crear un espacio como el que viene reclamándose, parece
haber funcionado, si es que no sigue operando, cierto espíritu que se
manifiesta cuando una institución siente que sus funciones, y quizás sus
prerrogativas, peligran por la cooperación entre ella y otras de su
campo.
Cuba tiene en su música uno de los tesoros que con mayor
lucidez debe atender a todos los niveles, y centralmente, y nada de él
debe descuidar. Al decirlo, no se propone monopolio alguno. Se piensa en
lo que la música representa para la nación en el plano cultural, y en
el económico. Este último no debe ser objeto de veneración pragmática,
pero en él pudiera aportar la música más, si no lo hace ya, que los
centrales azucareros, de más fácil demolición que los ritmos y maneras
expresivas que definen a la nación en el mundo.
Cuando los medios
digitales ejercen tanta influencia en el planeta, cumpliría propósitos
de primer orden un portal dedicado a la totalidad de la música cubana, y
apoyado, cuidado y alimentado por quienes desde ángulos distintos
tienen responsabilidad y necesaria pasión en esa esfera. Muchos fines
podrían citarse, pero baste, de momento, uno: impedir que, por descuido,
tendencias, modas, intereses, desconocimiento o torpe o dolosa
manipulación se cometan injusticias en la valoración y el reconocimiento
de figuras o zonas del acervo musical de la nación. Buena Vista Social
Club, digamos, contribuyó comercialmente a revitalizar figuras, y
también pudiera dar pie a injusticias, aunque no se intente culpar de
ellas a quienes idearon y pusieron en marcha aquel “fenómeno”.
A
veces parecería que figuras como Barbarito Diez, Miguelito Cuní o Pacho
Alonso, y hasta Benny Moré si los descuidos crecieran, no hubiesen
existido, o se tienen por menores, porque murieron antes de que hubiera
podido beneficiarlos el poder promocional de Buena Vista. O que Omara
Portuondo debiera su grandeza al hecho de que ese plan la acogió, y tal
vez le exigió poner freno de ancianidad a su energía escénica. Pongamos
otro ejemplo, que parece haber pasado sin el proceso legal que debió
haber suscitado, aunque en el propio portal Cubarte lo denunció
Guillermo Rodríguez Rivera: el injusto olvido del primero de los
Compadres, Lorenzo Hierrezuelo, ha llegado al extremo de no dársele los
créditos que le correspondían, como intérprete y compositor, en un disco
editado por una compañía que todo se lo acreditó al también relevante
Francisco Repilado, Compay Segundo, de menor presencia real que
Hierrezuelo en las grabaciones de ese disco. Tal manipulación se
internutre con lo que en torno a la figura de Repilado ocurre hoy
incluso en la imaginería con que intentan subsistir distintos
establecimientos locales en Cuba.
El portal cuya creación se
reclama debería ser uno de los instrumentos útiles para fortalecer la
institucionalidad capaz de impedir que una mal aplicada, burlada, torpe o
inexistente política de difusión distorsione la música cubana o la
someta a desventajas con respecto a otras, y condene al olvido géneros y
vertientes enteras. Impedirlo no es responsabilidad solo de
instituciones formal y estatalmente llamadas al cuidado y la difusión
del patrimonio nacional. Hoy día los centros de recreación, las vendutas
privadas (con amparo legal) de discos piratas y hasta los medios de
transporte público influyen en la formación del gusto, para no
generalizar y decir su deformación, y en el mal conocimiento de la
música cubana.
Es posible —real: lo atestigua el autor de este
artículo— que en un ómnibus de turismo no haya manera de que el turista,
nacional o de otro país, oiga música cubana, porque el chofer y el guía
turístico nada de ella cargan consigo en sus memorias digitales, y tal
vez tampoco en las otras. Como si la música cubana, tan gustada en el
mundo, no interesara, ni valiera la pena favorecer su mejor
conocimiento. Esto, desde el punto de vista profesional, supone ignorar
que la visita a un país, como turista o como sea, debe suscitar el deseo
de conocer no solo sus playas y sus hoteles. Esos ómnibus son propiedad
social, administrada por el Estado. No integran, todavía al menos,
cooperativas de cuentapropistas.
Otra área en que las
instituciones responsabilizadas con el cuidado del patrimonio artístico
cubano, y en particular de su música, deben operar activamente, es en la
educación, y así está planteado estatal y partidistamente como parte de
la política cultural del país. Llegados a este punto, parece que no
está de más recordar que en el concepto política cultural el vocablo
rector no es el adjetivo cultural, sino el sustantivo política.
Recientemente el portal Cubarte publicó, y otros órganos reprodujeron, y
fue ampliamente bien recibido y comentado, un valioso artículo de Oni Acosta, un texto que las instituciones aludidas deberían tener seriamente en cuenta, no para leerlo y desentenderse de él.
Ese
trabajo libra al autor del presente artículo de extenderse en
consideraciones y ejemplos abordados con tino y valor por Acosta. Pero
sería ingenuo aspirar a que un artículo, o dos, o tres, o varias decenas
de ellos, resuelvan problemas afincados, con raíces sociales, en la
costumbre, la inercia, la ignorancia y la desprevención, y quién sabe en
cuántos otros caldos de cultivo para lo indeseable. ¿Acaso han bastado
resoluciones y lineamientos del Estado y del Partido? La educación, que
es cosa seria, vital, requiere tenacidad y hasta prédica repetitiva,
aunque “a Dios rogando y con el mazo dando”. Se necesitan caminos y
modos para que la repetición sea culturalmente eficaz, persuasiva, no
mero acto cansón y autoritario, condenado de antemano a ser poco
efectivo, o al fracaso.
No hay que repudiar en sí un género
musical u otro. Cada época y cada ambiente tienen sus expresiones
musicales predominantes, que no obligan a desentenderse de las otras y
descuidar su preservación, y ningún género está fatalmente destinado a
promover la grosería y la vulgaridad, males que están a la vista en el
país, para quienes quieran verlos y no darlos por cosa natural y
disfrutable. Si se ha probado que la sonata Claro de luna, de Beethoven,
ejerce influencia benéfica sobre el sistema nervioso y la conducta de
quienes la disfrutan, otros productos podrían hacer lo contrario. Pero
no es cuestión de imponer o condenar géneros, ni de arrancar los
cabellos a problemas que deben enfrentarse en su raíz.
Si
actitudes indeseables expresan protesta, lo certero no será repudiarlas
sin más, sino ir al fondo para saber contra qué reaccionan, y si lo
hacen con razón. Si la protesta es válida, se debe aspirar a que tenga
calidad cultural, y atenderla como corresponda. Lo merece un pueblo que,
en medio del acoso imperialista y limitaciones materiales, ha puesto,
por encima de la alimentación del cuerpo, la del alma. Eso significa el
digno esfuerzo por llenar el país de escuelas, que —también en lo
relativo a la música y cómo disfrutarla— deben ser fraguas de espíritu
además de propagar verdaderamente conocimientos, o de poco valdrían.
En
una sociedad las cosas no suelen darse como elementos desgajados. Cada
una remite a otras muchas, y es necesario ver el árbol y el bosque, oír
tanto la nota musical y la palabra como la obra en que ellas se
inscriban, sea pieza para sandunguear, canción trovadoresca, sinfonía o
concierto. La música cubana es de una significación tal para la patria
que nadie ha de sentirse dueño o administrador de bodega cuando puede y
debe cumplir la misión de guardián amoroso de un tesoro. Todos los
esfuerzos, individuales y colectivos, serían pocos para protegerlo y
salvarlo, en bien de la nación a la que pertenece, y que lo debe honrar:
una nación que merece perpetuarse como país habitable, vivible, con el
placer de lo hermoso y edificante, no en el padecimiento de la
chabacanería que prepara incluso para hacer que las insatisfacciones
justas conduzcan a desaguisados contrarios a los ideales educativos por
los que se ha luchado, y muchos y muchas han muerto.
(Detalles en el órgano. XIV)
Cubarte, 20 de enero de 2013
http://cubarte.cult.cu/periodico/letra-con-filo/con-la-musica-cubana-a-todas-partes-detalles-en-el-organo-xiv/24054.html
1 comentario:
la musica cubana es muy buena y con muy buen ritmo, aca en Ecuador hay un grupo muy bueno de cuba al cual le va muy bien, es una orquesta, saludos
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