Por Luis Toledo Sande*
Textos
de interés directo para el tema planteado en el título escribió José
Martí desde su estancia en México (1875-1876), donde -inicio de un
camino en el cual experimentó una rica evolución- se relacionó
activamente con la prensa obrera y organizaciones de ese carácter. Pero
los presentes apuntes, ni con mucho exhaustivos, se basan centralmente
en páginas posteriores, distanciadas entre sí por una década, pero
unidas por el tema abordado: una reseña, en la revista neoyorquina La
América de abril de 1884, sobre “La futura esclavitud”, del británico
Herbert Spencer, y una carta de mayo de 1894 a su compatriota y amigo
Fermín Valdés Domínguez. Las dos contienen reflexiones sobre lo que en
ambas Martí llama “la idea socialista”, y lo publicado en la revista
parece prolongarse en la intimidad epistolar. No hay que asombrarse por
ello: nexos similares aparecen entre numerosos textos de la obra
martiana, signada por la coherencia y la organicidad.
Desde
el inicio de la reseña brota la diferencia de perspectivas entre
Spencer y Martí, quien afirma que aquel pensaba “a manera de ciudadano
griego que contaba para poco con la gente baja”. Y esto de “la gente
baja” se comprende tanto mejor según se aprecie que en la reseña, más
que citar, el periodista parafrasea al autor de la obra comentada, que
ubica en contexto y linaje: “Todavía se conserva empinada y como en
ropas de lord la literatura inglesa; y este desdén y señorío, que le dan
originalidad y carácter, la privan, en cambio, de aquella más deseable
influencia universal a que por la profundidad de su pensamiento y
melodiosa forma tuviera derecho”. Y enseguida se siente la voz de Martí:
“Quien no comulga en el altar de los hombres, es justamente desconocido
por ellos”.
No
sugiere que Spencer fallaba en todo; pero le reprueba su perspectiva
aristocrática, asociada al individualismo y al positivismo. En los
límites de este último “la ciencia, insecteando por lo concreto, no ve
más que el detalle”, se lee en el elogio que dos años antes había hecho
Martí a la integradora espiritualidad del pensador estadounidense Ralph
Waldo Emerson. Sin embargo, cabe estimar que el cubano compartía con el
británico el deseo de que “el alivio de los pobres” no se trocara en
“fomento de los holgazanes”, solo que, entre las motivaciones por las
cuales el positivista escribió “La futura esclavitud”, estuvo su rechazo
a la construcción, por vía estatal, de viviendas para los menesterosos,
rechazo que Martí no compartía.
Spencer,
identificado con un evolucionismo que engullía los valiosos aportes de
Charles Darwin para ponerlos al servicio de los más fuertes
económicamente en la urdimbre de las clases sociales, temía a la
burocracia, peligro presente en la organización moderna de la sociedad,
tanto más cuanto mayor sea la centralización que la rija. Glosando esa
parte del tratado spenceriano, Martí comenta: “Con cada nueva función,
vendrá una nueva casta de funcionarios. Ya en Inglaterra, como en casi
todas partes, se gusta demasiado de ocupar puestos públicos, tenidos
como más distinguidos que cualesquiera otros, y en los cuales se logra
remuneración amplia y cierta por un trabajo relativamente escaso: con lo
cual claro está que el nervio nacional se pierde”.
Por
la aceptación que enfatiza, y hasta por el tono, la conclusión que
sigue a esas palabras puede atribuirse al propio Martí: “¡Mal va un
pueblo de gente oficinista!” La advertencia sigue siendo válida, dado el
peligro que revela; pero en otras circunstancias el trabajo de
naturaleza social, o contratado y remunerado estatalmente, puede verse
en desventaja, y en consiguiente desdoro, frente a los réditos de la
iniciativa privada, llámesele como se le llame, y más aún si ella se
beneficia del autoritarismo y de hábitos corruptos que, vertiendo
sombras desde la administración estatal, pueden minar el organismo de
una nación.
Spencer,
como si se tratara de una realidad consumada, o en crecimiento,
repudiaba la burocracia y la consiguiente casta funcionaresca, de sesgo
parasitario -germen para la corrupción, agréguese-, que él veía formarse
o temía que se formara en Inglaterra. Pero allí no se ensayaba en
realidad algo que en justicia pudiera llamarse socialismo, aunque, en el
fondo, el célebre positivista le temiera a ese “fantasma”. Impugnaba la
intervención del Estado -específicamente el que él conoció, nada
socialista, sino capitalista, cualesquiera que fuesen sus investiduras
formales y la fase de su desarrollo- en la administración de los
recursos, y en la solución de problemas sociales básicos.
Quienes
han estudiado con seriedad la reseña han visto en ella a Martí
levantado frente, o contra, “los fantasmas ideológicos” de Spencer, como
ha hecho Rafael Almanza Alonso. Martí discrepaba del liberal burgués, y
no es fortuito que, al comentar su texto, alabara al Henry George que
por entonces predicaba en los Estados Unidos “la justicia de que la
tierra pase a ser propiedad de la nación”, como bien de naturaleza
pública.
Veamos,
señalados por Martí, algunos de los elementos que muestran la
orientación de Spencer: “El día en que el Estado se haga constructor,
cree Spencer que, como que los edificadores sacarán menos provecho de
las casas, no fabricarán, y vendrá a ser el fabricante único el Estado”.
Ese argumento, declara sin rodeos Martí, “aunque viene de arguyente
formidable, no se tiene bien sobre sus pies”, como tampoco este otro:
“el día en que se convierta el Estado en dueño de los ferrocarriles,
usurpará todas las industrias relacionadas con estos, y se entrará a
rivalizar con toda la muchedumbre diversa de industriales”. Tal
“raciocinio, no menos que el otro, tambalea”, asegura Martí, quien
expone el porqué, con razonamiento que no es del caso interpretar ahora.
Spencer
repudia como socialismo una forma de capitalismo de estado, al que no
debe parecerse más de lo inevitable ningún proyecto que aspire a abrirle
caminos a la realización de metas justicieras inalcanzables sin plena
participación popular. Y ese continúa siendo un reto, en primer lugar,
para el socialismo, que debe combinar ideales colectivos y vibraciones
individuales, y no olvidar que estatal no es necesariamente un sinónimo
pleno de social.
Martí
afirma que Spencer teme “el cúmulo de leyes adicionales, y cada vez más
extensas, que la regulación de las leyes anteriores de páuperos causa”.
Para valorar lo que ese criterio de Spencer merecería a los ojos de
Martí, conviene tener presente lo que este sostuvo en el artículo “A la
raíz”, publicado en Patria el 26 de agosto de 1893: “A la raíz va el
hombre verdadero. Radical no es más que eso: el que va a las raíces. No
se llame radical quien no vea las cosas en su fondo. Ni hombre, quien no
ayude a la seguridad y dicha de los demás hombres”.
En
1884 situó los temores de Spencer en un contexto donde “se quieren
legislar las formas del mal, y curarlo en sus manifestaciones; cuando en
lo que hay que curarlo es en su base, la cual está en el enlodamiento,
agusanamiento y podredumbre en que viven las gentes bajas de las grandes
poblaciones”. Martí, con la vista puesta en el bienestar común,
sostiene que a salir de tal miseria, “con costo que no alejaría por
cierto del mercado a constructores de casas de más rico estilo, y sin
los riesgos que Spencer exagera”, podrían ayudar a los pobres “las casas
limpias, artísticas, luminosas y aireadas” que se debía tratar de
facilitar por vía estatal a los trabajadores, algo a lo cual se oponía
Spencer.
El
autor de “La futura esclavitud” veía como un peligro la aspiración que
Martí estimaba justa, “por cuanto el espíritu humano tiene tendencia
natural a la bondad y a la cultura, y en presencia de lo alto, se alza, y
en la de lo limpio, se limpia. A más que, con dar casas baratas a los
pobres, trátase solo de darles habitaciones buenas por el mismo precio
que hoy pagan por infectas casucas”.
La
armazón teórica construida por Spencer contra la democratización que él
estimaba en marcha, y nociva, sería -acota Martí- un edificio, “de
veras tenebroso, y semejante al de los peruanos antes de la conquista y
al de la Galia cuando la decadencia de Roma, en cuyas épocas todo lo
recibía el ciudadano del Estado, en compensación del trabajo que para el
Estado hacía el ciudadano”. Una de las tareas que acaso el espíritu
justiciero tenga pendiente, aún hoy, consistiría en estudiar hasta qué
punto, además de imponerle desventajas tecnológicas y aislamiento, los
contextos donde el socialismo se ha intentado llevar a cabo lo han
contaminado con la herencia del llamado modo de producción asiático. El
socialismo emancipador, democrático y participativo que urge edificar,
deberá estar libre de todo cuanto -en pasado, presente o futuro- huela a
comunidad sometida, aunque sea mínima o remotamente.
José
Carlos Mariátegui, eminente marxista peruano, buscaba raíces culturales
para el socialismo -que debía ser, dijo, fruto de la creación heroica,
no calco ni copia- y veía una posible referencia para ese sistema en el
comunitarismo campesino del Perú incaico. Martí, por su parte, pensaba
en un sentido de participación popular que trasladó incluso, en plena
campaña por la independencia, a su proyecto de fundación de la República
en Armas. Nada de comunidad pasivamente resignada a decisiones venidas
de las alturas. El 24 de enero de 1880, ante compatriotas emigrados que
se reunieron en el Steck Hall neoyorquino, expuso con claridad meridiana
su criterio de una verdad que “ignoran los déspotas”: “el pueblo, la
masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”.
Ese
criterio debe ubicarse en su creciente conocimiento del mundo, en lo
cual lo favoreció su forzada estancia de cerca de quince años en Nueva
York, desde donde observó el devenir de los Estados Unidos y el del
planeta. Frente a quienes pretendían confundir al pueblo con el lumpen
desorientado o arrastrable, denunció -especialmente en su crónica “Un
drama terrible”, sobre los sucesos acaecidos en Chicago entre 1886 y
1887, que dieron origen a la celebración internacional del Día de los
Trabajadores- la violencia con que en aquel país se castigaba a “las
masas obreras” levantadas para reclamar sus derechos.
Con
respecto al linchamiento de obreros justificado con argucias legales,
en la citada crónica escribió que a la república, tornada de clases y
cesárea -como dijo en otras páginas- la amedrentaba “el deslinde próximo
de la población nacional en las dos clases de privilegiados y
descontentos que agitan las sociedades europeas”. Ante esa realidad, el
sistema “determinó valerse por un convenio tácito semejante a la
complicidad, de un crimen nacido de sus propios delitos tanto como del
fanatismo de los criminales, para aterrar con el ejemplo de ellos, no a
la chusma adolorida que jamás podrá triunfar en un país de razón, sino a
las tremendas capas nacientes”.
Pero,
volviendo a Spencer, no está de más oír las “razones” del diablo. Aquel
señalaba un peligro que no se debe ignorar, y así lo tradujo Martí:
“¿Cómo vendrá a ser el socialismo, ni cómo este ha de ser una nueva
esclavitud? Juzga Spencer como victorias crecientes de la idea
socialista, y concesiones débiles de los buscadores de popularidad, esa
nobilísima tendencia, precisamente para hacer innecesario el socialismo
[ese ‘socialismo’, habría que precisar], nacida de todos los pensadores
generosos que ven cómo el justo descontento de las clases llanas les
lleva a desear mejoras radicales y violentas, y no hallan más modo
natural de curar el daño de raíz que quitar motivo al descontento”. Al
exponer las aprensiones de Spencer, Martí intercala puntos de vista
propios, opuestos al evolucionista aristócrata: simpatía por “las clases
llanas”, identificación con “los pensadores generosos” que las han
apoyado, solidaridad con “el justo descontento” de aquellas.
Con
la brújula de su sentido ético denuncia que Spencer apunta “las
consecuencias posibles de la acumulación de funciones en el Estado, que
vendrían a dar en esa dolorosa y menguada esclavitud; pero no señala con
igual energía, al echar en cara a los páuperos su abandono e ignominia,
los modos naturales de equilibrar la riqueza pública dividida con tal
inhumanidad en Inglaterra, que ha de mantener naturalmente en ira,
desconsuelo y desesperación a seres humanos que se roen los puños de
hambre en las mismas calles por donde pasean hoscos y erguidos otros
seres humanos que con las rentas de un año de sus propiedades pueden
cubrir a toda Inglaterra de guineas”.
Frente
a eso, Martí se yergue resueltamente más allá de lo tocante a construir
viviendas para menesterosos: “Nosotros diríamos a la política: ¡Yerra,
pero consuela! Que el que consuela, nunca yerra”. Ello recuera la ya
aludida carta de mayo de 1894, también escrita en Nueva York, y que
parece responder a una motivación que deberá tenerse presente al leerla:
el ofrecimiento informativo, por parte de Valdés Domínguez, sobre la
celebración en Cuba, ese año, del Día de los Trabajadores, a lo que se
estaría refiriendo Martí cuando expresa: “Muy bueno, pues, lo del 1° de
Mayo.-Y aguardo tu relato, ansioso”. La confesa ansiedad ratifica la
coincidencia que, en cuanto a ideas, Martí le ha venido enfatizando al
amigo en la carta: “Una cosa te tengo que celebrar mucho, y es el cariño
con que tratas, y tu respeto de hombre, a los cubanos que por ahí
buscan sinceramente, con este nombre o aquel, un poco más de orden
cordial, y de equilibrio indispensable, en la administración de las
cosas de este mundo”.
A
esas palabras añade: “Por lo noble se ha de juzgar una aspiración: y no
por esta o aquella verruga que le ponga la pasión humana”. Y en lo que
sigue parece asomar el recuerdo de su crítica a Spencer: “Dos peligros
tiene la idea socialista, como tantas otras:-el de las lecturas
extranjerizas, confusas e incompletas:-y el de la soberbia y rabia
disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo
empiezan por fingirse, para tener hombros en que alzarse, frenéticos
defensores de los desamparados”.
Además
de hablar de “la idea socialista” como en la reseña de “La futura
esclavitud”, hace recordar lo dicho allí acerca de “los buscadores de
popularidad”. Son los oportunistas, a los que no parece inmune ningún
empeño justiciero, por muy honrado que sea, como tampoco a las lecturas
mal digeridas, que no son responsabilidad de los textos, sino de quienes
los asumen. Pero Martí, lector voraz si los ha habido, no ponía texto
alguno por encima de la vida, y esa actitud fortaleció luminosamente su
pensamiento.
Aunque
sea de modo somero, valdría recordar una generalización que hizo a
partir de lo que observaba en su entorno estadounidense, donde, muerto
en 1883 Carlos Marx -a quien entonces él dedicó un conocido obituario-,
hasta Federico Engels señalaba desde Europa flaquezas en la recepción de
un real o supuesto marxismo por parte de líderes de la agitación
social. En crónica publicada el 20 de febrero de 1890 en La Nación
bonaerense, escribió Martí: “Cada pueblo se cura conforme a su
naturaleza, que pide diversos grados de la medicina, según falte este u
otro factor en el mal, o medicina diferente. Ni Saint-Simon, ni Karl
Marx, ni Marlo, ni Bakunin. Las reformas que nos vengan al cuerpo”; y
agregó: “Asimilarse lo útil es tan juicioso, como insensato imitar a
ciegas”.
A
esas advertencias, que siguen siendo válidas para el socialismo, se
suman otras implícitas en la carta a Valdés Domínguez. En una
intervención pública, citada aquí de memoria, un intelectual patriota y
católico como Cintio Vitier agradeció a Martí el llamamiento a resolver
la necesidad de justicia “en la administración de las cosas de este
mundo”, único que conocemos y en el cual podemos influir, precisó el
autor de Martí en la hora actual. Fallaríamos ante las urgencias de ese
mundo, este, si nos atascáramos en discusiones sobre “el otro”.
Pero
no saldrá sobrando decir que eso no invita a la disolución del
pensamiento en un relativismo irracional sin riberas, mudo ante
manipulaciones dolosas de credos, ni a olvidar un juicio como el que
Martí expresó en carta del 26 de noviembre de 1889 a su amigo Manuel
Mercado, depositario de tanta confesión suya: “Va el deber del artículo
laborioso, y no el gusto de la carta, porque le quiero escribir con
sosiego, sobre mí y sobre La Edad de Oro, que ha salido de mis manos-a
pesar del amor con que la comencé, porque, por creencia o por miedo de
comercio, quería el editor que yo hablase del ‘temor de Dios’, y que el
nombre de Dios, y no la tolerancia y el espíritu divino, estuviera en
todos los artículos e historias. ¿Qué se ha de fundar así en tierras tan
trabajadas por la intransigencia religiosa como las nuestras? Ni
ofender de propósito el credo dominante, porque fuera abuso de confianza
y falta de educación, ni propagar de propósito un credo exclusivo”.
Tras
la historia de errores, deficiencias y traiciones que echaron abajo al
socialismo que, tenido en Europa por real -sinónimo a la vez de
verdadero y de monárquico-, puso en quiebra, hasta llevarlas a la
derrota, las dignas aspiraciones socialistas originarias, adquieren
renovado valor las luces aportadas por Martí. Aunque no hayan faltado ni
falten dignos afanes de lealtad teórica y práctica al socialismo, ni
replanteamientos creativos como el promovido en nuestra América con el
nombre de socialismo del siglo XXI, a veces parece haber caído en
descrédito hasta el término socialismo, con otros asociados a él.
Por
ese camino, aunque las clases sociales continúan existiendo como base
de la estructura de desigualdades e injusticias en el planeta, parecería
que hubieran desaparecido ya, si nos atenemos al silencio que el
lenguaje contemporáneo tiende sobre esa realidad, cuando la violencia
revolucionaria está condenada como terrorismo y la reaccionaria está de
moda y se televisa como un espectáculo. ¿A quién conviene eso? ¿A
quienes sufren en carne propia las injusticias, o a quienes medran con
ellas y procuran impedir la lucha entre las clases para que las
privilegiadas mantengan su posición?
De
asumir la ambigüedad -uno de los términos caros a ciertos posmodernos-
se pudiera hasta considerar incontestable este veredicto: con las
banderas del socialismo nada bueno se ha hecho ni pudiera hacerse en el
mundo. ¿No abundan, sin que tengamos que ir demasiado lejos para
saberlo, voces que propagan ese dictamen o lo calzan de distintos modos?
Tal vez no esté de más retener, por si acaso, hasta como táctica para
la sobrevivencia ideológica, el reclamo de defender la justicia
verdadera “con este nombre o aquel”, aunque tampoco se trate de echar
por la borda el vocablo socialismo y la historia vinculada con él.
Algo
más, entre otros elementos, cabe también valorar en la carta, y es la
esperanza que Martí expresa con respecto a Cuba ante lo que en otras
latitudes han sido peligros para “la idea socialista”: dice que “en
nuestro pueblo no es tanto el riesgo, como en sociedades más iracundas, y
de menos claridad natural”. Como la carta está escrita en los Estados
Unidos, país donde Martí estuvo al tanto del rumbo que seguían la
violencia opresora y los voceros de la justicia social, se podría pensar
que solo a ese país concierne lo de “sociedades más iracundas, y de
menos claridad natural”. Pero la expansión del socialismo en Europa
escasas décadas después de escrita aquella carta, y la todavía hoy
reciente debacle socialista en ese continente, con conocidas
consecuencias de todo tipo, cruentas venganzas incluidas, ensanchan el
alcance de las palabras de Martí, no por gusto escritas en plural.
Con
todo, lo determinante para aquilatar tanto la carta al amigo entrañable
como la reseña sobre el texto de un autor lejano, estriba en la
eticidad del activo dirigente revolucionario, quien rotundamente le
escribió a Valdés Domínguez en términos que parecen retomar el final de
la crítica a Spencer: “explicar será nuestro trabajo, y liso y hondo,
como tú lo sabrás hacer: el caso es no comprometer la excelsa justicia
por los modos equivocados o excesivos de pedirla. Y siempre con la
justicia, tú y yo, porque los errores de su forma no autorizan a las
almas de buena cuna a desertar de su defensa”.
Esa
es, objetivamente, aunque no fuera su intención, una luz cardinal que
ofrece Martí para los afanes de construir el socialismo, sistema que aún
no se ha visto realizado plenamente en ninguna comarca del planeta.
Pero en su legado esa luz se nutre de otras que también constituyen
faros, empezando por la que él tuvo como rectora de sus actos: la ética.
Echar la suerte con los pobres de la tierra, voluntad que le brotó del
alma en sus Versos sencillos, no fue para él una hipócrita declaración,
como lo era, lo es, en quienes oportunistamente buscaban o buscan
popularidad, “hombros en que alzarse”.
La
expresión de su voluntad encarnó en una conducta cumplida. No cultivó
la miseria ni la consideró una aspiración que valiese la pena; pero cabe
decir que optó por ser pobre, y vivió austeramente, entregado a la
lucha que preparó y en la cual cayó combatiendo. Tenía derecho moral
para reaccionar ante lo que le pareciera ajeno a esa conducta, aunque lo
detectara en un héroe extraordinario dispuesto igualmente a morir y
admirado por él, pero cuya silla de montar en campaña veía adornada con
estrellas de plata.
Algún
personajillo carente de elegancia habrá intentado, gusaneando por la
abyección propia, burlarse, con efecto bumerán, de honrados estudiosos
que -como José Cantón Navarro o Paul Estrade- han esclarecido la
relación de Martí con los trabajadores. Pero él vio en ellos “el arca de
nuestra alianza”, y quiso que en su seno tuviera la fragua fundacional
el Partido Revolucionario Cubano. No es un hecho aislado esta previsión:
“Volverá a haber, en Cuba y en Puerto Rico, hombres que mueran
puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás
hombres”. Lo afirmó en “¡Vengo a darte patria!”, artículo publicado el
mismo día, 14 de marzo de 1893, y en el mismo rotativo, Patria, en que
apareció “Pobres y ricos”, otro de sus textos relevantes para el tema.
El
sentido de aquella declaración la explican en profundidad los orgánicos
nexos implícitos entre ella y la que hizo pública el 24 de octubre de
1894, en Patria igualmente, en un artículo cuyo título, “Los pobres de
la tierra”, remite por derecho a Versos sencillos. En el periódico
expresa: “En un día no se hacen repúblicas; ni ha de lograr Cuba, con
las simples batallas de la independencia, la victoria a que, en sus
continuas renovaciones, y lucha perpetua entre el desinterés y la
codicia y entre la libertad y la soberbia, no ha llegado aún, en la faz
toda del mundo, el género humano”.
Menos
de seis meses después se incorporó a la guerra que había preparado, y
en la cual se dio a organizar lo que en sus palabras y en su afán
consciente debía ser la “Asamblea de Delegados de todo el pueblo cubano
visible, para elegir el gobierno adecuado a las condiciones nacientes y
expansivas de la revolución”. Sería una reunión de representantes, lo
dijo también, de “las masas cubanas alzadas”, no un foro de enviados de
los jefes. Y el gobierno, a la vez que respetar las necesidades y
exigencias de la lucha armada, debía tener el funcionamiento y el
espíritu republicanos que sirvieran de garantía para la república que se
fundara en la paz.
De
1884, el mismo año en que escribió el primero de los textos que han
dado base a las presentes cuartillas, es la carta, fechada 20 de
octubre, en la que le expresó a Máximo Gómez: “Un pueblo no se funda,
General, como se manda un campamento”. Sus ideas sobre la República en
Armas y la que debía amasarse desde entonces para el futuro, muestran
asimismo su comprensión de que un campamento y un pueblo tampoco se
dirigen de igual modo. Su muerte en combate, y luego la intervención,
que él había querido impedir, de los Estados Unidos, frustraron la
revolución que él concibió y que, debido a esas trágicas circunstancias
-y al papel de celestinos con que apoyaron al colonialismo español y al
imperio estadounidense en ascenso los “prohombres” antipueblo a quienes
refutó en su carta póstuma a Manuel Mercado- quedó pospuesta, para
decirlo con un título feliz de Ramón de Armas.
Frustrados,
derrotados, traicionados o sometidos a obstáculos tremendos -y también,
por tanto, pospuestos- se han visto en el mundo históricamente los más
sembradores afanes de justicia, que, llámense “con este nombre o aquel”,
han braceado en lo que el propio Martí denominó “lucha perpetua entre
el desinterés y la codicia y entre la libertad y la soberbia”. Pero ante
esa realidad únicamente son dignos de imitar ejemplos como el de los
cristianos honrados y tenaces a quienes los siglos, numerosos, en que la
prédica de Jesús ha sido negada y burlada -incluso, o sobre todo, por
muchos investidos de jerarquía y autoridad para representarla y
defenderla- no los han hecho desertar de las ideas justicieras del
cristianismo originario. Su persistencia es aliento para todos los
afanados en la búsqueda de la equidad y la emancipación sociales,
cualesquiera que sean sus credos, incluyendo a quienes califican como no
creyentes pero también creen en ideas terrenales que sería criminal
abandonar.
En
ese camino se inscriben las luces de Martí para el socialismo, y en una
verdad que brota de ellas mismas y permea otras. No es cuestión de
citar desgajadamente sus textos, ni de buscar en qué medida nos
parecemos a él, afán en el que pudiéramos acabar culpándolo de nuestros
errores. Sería necesario, y acaso hasta más fértil, valorar en qué
podría impugnarnos, aunque vivamos otros tiempos. En carta del 11 de
abril de 1895 a Bernarda Toro, la compañera de Máximo Gómez, escribió:
“El mundo marca, y no se puede ir, ni hombre ni mujer, contra la marca
que nos pone el mundo”. Pero encarnó la voluntad de no resignarse ante
los hechos incompatibles con la justicia, aunque se tratara de nada
menos que del surgimiento de una potencia imperialista arrasadora.
Sería
fallido, y del todo innecesario, inventar un Martí socialista; pero
también lo sería inventar el Martí antisocialista que no fue, de lo cual
dan prueba sus propias palabras, digan lo que digan ciertos olimpos de
pisapapel empeñados en torcerlas para esgrimirlas como arma contra el
socialismo. A raíz del desguace del campo socialista europeo, y en medio
de las vicisitudes que ese hecho generó para Cuba, se volvió una
especie de moda distribuir en impresiones artesanales o ligeras, como
texto “clandestino”, la reseña de Martí sobre “La futura esclavitud”,
aunque tal vez no haya en sus Obras completas, donde ha ocupado y ocupa
el lugar que le corresponde, otro texto que de manera tan sugerente y a
la vez directa le sea útil al socialismo.
Alguna
vez, al calor de responsabilidades profesionales, el autor de estos
apuntes planeó formar, con el título Los pobres de la tierra, un
cuaderno de páginas de Martí entre las cuales sobresaldrían la reseña de
“La futura esclavitud” y la citada carta a Valdés Domínguez, junto a
otros escritos, algunos ya recordados, como el que le daría nombre al
volumen. Las circunstancias mágicamente denominadas período especial
impidieron la realización de ese proyecto, que valdría la pena, o la
alegría, retomar.
Más
allá de puntillas textuales, hay una verdad que convoca: en sus
circunstancias, el proyecto de liberación nacional de Martí no era ni
podía ni tenía por qué ser de carácter socialista; pero un proyecto
socialista legítimo, especialmente en Cuba o en nuestra América, núcleos
de sus meditaciones y destinatarias de sus actos, está llamado a ser
martiano, o no sería socialismo. De ahí, en el siglo XIX, el acierto de
activistas obreros que lo siguieron, como José Dolores Poyo, a quien en
carta del 16 de noviembre de 1889 le escribió: “El corazón se me va a un
trabajador como a un hermano”, o el marxista Carlos Baliño y el
socialista Diego Vicente Tejera, amigos personales y colaboradores suyos
los tres en el Partido Revolucionario Cubano.
No
habrá justicia verdadera, ni política plenamente honrada y popular
-sinceramente democrática, parafraseando una aspiración que él plasmó en
las Bases de aquel sembrador Partido-, sin la consistencia ética de
quien echó de veras su suerte con los pobres de la tierra. Siempre
vendrá bien recordarlo, y de manera especial cuando están de marea alta
el pragmatismo y criterios como que el igualitarismo es inviable.
Ciertamente no debe confundirse con la justa igualdad; pero, aun así,
antes de echarlo por la borda y olvidarse de él y, al paso, de la
igualdad misma, habría que ver si el igualitarismo ha sido plenamente
aplicado en algún lugar del mundo. En todo caso, está en pie lo
expresado por Martí en un apunte que se lee entre los Fragmentos de sus
Obras completas. Refutando mistificaciones dirigidas, vía racista, a
fundamentar la desigualdad entre los seres humanos, sostuvo esta
generalización: “se va, por la ciencia verdadera, a la equidad humana:
mientras que lo otro es ir, por la ciencia superficial, a la
justificación de la desigualdad, que en el gobierno de los hombres es la
de la tiranía”.
*Filólogo e historiador cubano
Publicado en Luis Toledo Sande: artesa en este tiempo y Cubarte
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