lunes, 28 de abril de 2008

Pico Turquino, por Enrique Ubieta Gómez

Peldaño a peldaño, paso a paso, pelean el agotamiento físico y la voluntad. Mientras se avanza, otras cosas suceden: se deshace la neblina y aparece a lo lejos una escenografía de montes y nubes enamoradas, mientras muy cerca se mueven, saltan o vuelan seres mágicos, coloridos, cantarines. El cansancio se confabula con la belleza para detener el paso: error. Solo se vence el cansancio si se le ignora. Alguien ofrece un poco de agua, y aliento. “Subir lomas, hermana hombres”, escribió José Martí en su Diario de Campaña.

Antes de subir, alguien me preguntó, ¿por qué infligirse uno mismo ese martirio? Los niños se retan (nos retan) para conocer los límites del mundo y los del cuerpo, los físicos y los morales. En algún momento de la subida, extenuado por el esfuerzo, acaso yo también me lo pregunté, ¿por qué vine? Hay una respuesta simple: los seres humanos necesitamos vencer obstáculos, sentir que podemos alcanzar la cima, probarnos de vez en cuando. Y hay otras respuestas que apelan a sentimientos más complejos: a veces no basta con conocer los hechos históricos, es preciso acudir a los lugares donde tuvieron lugar, intentar revivirlos en uno, sentir por un instante el misterio, la magia de un pasado que gravita sobre el presente. No podemos recuperar el tiempo de fundación, pero sí su espacio. Por eso se señalizan las batallas civiles o militares y se construyen monumentos. Y uno se estremece cuando visita el campo de Carabobo, o Dos Ríos, o La Higuera. Y puede entender a los extranjeros que viajan a Cuba, a la Sierra Maestra, para tocar el agua que brota del manantial de la historia, el punto donde nació el río que condujo a otro mar posible y desconocido por ellos.

El Pico Turquino no es el lugar de todos los comienzos, si es que este existe. No es Playita de Cajobabo, ni Las Coloradas, pero es el punto más alto de la Patria, es nuestra parábola de la vida humana: a lo más alto se llega con voluntad, sacrificio, colectivismo. No por casualidad un hombre y su hija –llamada Celia Sánchez--, una mujer insigne de esa historia que recorre la Sierra, sembraron en su cima, junto a otros cubanos, un busto de José Martí. Martí en lo más alto del espíritu cubano, de su historia, de su geografía. No por casualidad, en los primeros años de la Revolución, los maestros, los milicianos, los jóvenes retadores de sueños, eran “cinco picos”: subir cinco veces el Pico, desafiar todos los obstáculos, ser Martí, ser mambí o guerrillero, Maceo o Camilo, el Che o Fidel; seguir sus pasos incluso físicamente, fue la prueba primera, elemental, antes de afrontar la prueba mayor, la de la cotidianidad revolucionaria. Crecer como hombres y mujeres para poder sembrar hombres y mujeres.

Aunque amase la naturaleza, resulta improbable que el caminante no habituado pueda extasiarse en el paisaje sublime que lo envolverá durante todo el recorrido: el cansancio tiene dos posibles exclusas, o nos sirve de acicate para vencer o de grillete para ser vencidos. Si lo primero, casi no habrán ojos más que para el pie que nos hace avanzar. Los trillos fangosos o empedrados suben y bajan entre la vegetación sin que pueda definirse el final. Hasta que de súbito aparece Martí. “Salto. Dicha grande”, digo parodiándolo. No es la cima del mundo, no es la altura final para el espíritu humano. Pero es un buen comienzo. Entonces sí aparecerá en su esplendor la Naturaleza, la que nos hizo y la que hacemos, la de los naturistas y la de los historiadores. Porque de eso estamos hechos: de historia y de geografía, de olores, imágenes, misterios e ideales compartidos. El busto de Martí, en lo más alto del Pico Turquino, tiene en su base un pensamiento suyo: “Escasos como los montes son los hombres que saben mirar desde ellos y sienten con entraña de nación o de humanidad”.

Por esa Sierra latinoamericana, universal, pidió “un minuto de canto” el chileno Pablo Neruda:

(…) sólo un minuto de profundo canto

pido en honor de la Sierra Maestra.

Olvidemos los hombres, por ahora:

honremos entre tantas esta tierra

que guardó en su montaña misteriosa

la chispa que ardería en la pradera.

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