“El hombre es un Dios cuando sueña, Y es un mendigo cuando piensa.”
Hölderlin
El mapa de un escritor
El mapa de Cuba de la lámina 8 del Atlas —que ahora contemplo— no es, exactamente, el mapa de la isla. El que dibujo en mi cabeza es, claro, un mapa imaginario: el mapa de un escritor; de límites cambiantes, que ignora las estrictas reglas de la disciplina cartográfica, que prescinde de puntos cardinales, de latitudes y coordenadas, y que, finalmente, no requiere de la habilidad escolar perdida hace muchos años: de plumín, tinta china, y papel de calcar —de un pulso con el que quizá hoy, no lograría duplicar siquiera con aproximada exactitud un contorno geográfico.
La memoria, ese feroz y arbitrario mecanismo que parece obedecer nada más que a su propia lógica, opera poco más que como un plumín cargado y suspendido sobre un recorte de papel, para fijar en el recuerdo mi itinerario de pocos días: cuatro gotas negras, una por cada inolvidable ciudad: Cienfuegos, Trinidad, Santa Clara, La Habana.
Un precario mapa personal del que soy capaz como escritor. El accidentado contorno marítimo y cuatro ciudades de la isla mayor de las Antillas en la que, debajo del Trópico de Cáncer, resiste la última —acaso la única— revolución del siglo 20.
Una foto: el jardín de ficción [desdichadamente el artículo nos llega sin esta foto. N. del E.]
De las más de 200 fotografías, elijo una: el jardín de tierra arenosa al frente de una humilde —aunque humilde no sea la palabra— casa en El Vedado, en uno de los extremos de La Habana.
Este jardín es obra de alguien que, sirviéndose de envases de plástico de colores netos: amarillo, rojo, celeste, naranja, y sin conciencia de su arte (sin necesitar esa conciencia) recortó sencillas formas para crear una compleja y fantástica botánica de pétalos, estambres y corolas. Precisamente, para no crearla. Vi el jardín, tomé la foto, y a través de la foto vuelvo a ver el jardín en este instante, y me digo que la foto es verdadera, que es fiel a sí misma (las fotos, como los sueños, no mienten): nadie podría afirmar que esas flores son reales, pero tampoco nadie podría negar que las flores están allí, y que "representan" lo que son. Hay un singular paraíso en ese jardín, y también una dádiva. Releo a Herbert Marcuse: “…hoy podemos hacer del mundo un infierno y estamos, como ustedes saben, en el mejor camino para conseguirlo. Pero también podemos convertirlo en todo lo contrario…”.
La última palabra
Sin duda, tengo mucho para decir de Cuba. De aquellos con quienes conversé en el malecón, en un colectivo, en los bares, en las calles. De un maletero, del conductor de un taxi, de nuestro guía a Cienfuegos, Trinidad y Santa Clara, de los escritores que conocí y cuyos nombres no cito para no ofender su pudor y, quién sabe, merecer así su amistad. Podría escribir sobre la educación y el honor del pueblo cubano, sobre su honestidad y su integridad, sobre el prodigio de su música, su pintura y su literatura, y sobre todo, dedicar un párrafo a esa espontánea cordialidad que se les anticipa. Supongo que podría. Pero creo que lo haré mejor relatando una pequeña anécdota: recorríamos con Analía un barrio en La Habana —en esa última hora de la tarde en que las formas se disuelven. La exigua luz en las calles apenas permitía entrever las fachadas de los viejos edificios de puertas y ventanas abiertas, los semblantes de las personas sentadas en los umbrales, o atravesando a paso lento esa urdimbre de habitaciones, espiraladas escaleras, interminables pasillos, patios ciegos, pasadizos. Nos era imposible fijar la vista en algún sitio porque había que mirarlos a todos: a cada objeto, a cada persona. Hasta que unos metros delante nuestro, salió a la vereda (de un salto) un chiquito de no más de diez o doce años. Llevaba en equilibrio un plato con una porción de torta. Lo vimos golpear en la puerta lindera, y al ser atendido por una señora mayor, tras tenderle sonriente el plato, lo escuchamos decir en voz baja: “cortesía”. Se le notaba alegre, ligeramente exaltado, y era obvio que festejaba su cumpleaños, que convidaba con torta a su vecina, que creía en el valor y el sentido de ese acto. Todo resultaba obvio, salvo aquella palabra que, al menos yo, tenía olvidada: “cortesía”. Los próximos minutos caminamos en silencio, sé que los dos evocando el sonido y la intención de esa palabra en la dulce voz de aquel chiquito.
Eso fue todo: la última palabra. Pronunciada en el musical idioma de la isla, la del Atlas y la de mi ilusorio mapa. Un país que profesa el sentido sagrado de la existencia, en el que pocas cosas son necesarias y esenciales, donde el trabajo y el conocimiento son herramientas de libertad, y la igualdad —ellos lo saben; intentemos saberlo— no es igualitarismo. Porque a cada instante, con solo estar allí, se nos aclara que antes que una idea y una lucha, la Revolución fue y será un sueño que Cuba sueña por nosotros.
Buenos Aires, 10 de agosto de 2008
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