viernes, 23 de enero de 2009

Los hijos de Abraham.

Por Roberto Ginebra

Cuando ojeé hace unos días en alguna parte que el conflicto Israel-Palestina, era, antetodo un conflicto religioso, me quedé estupefacto. Si no fuera porque el exterminio, silenciado en muchos medios de difusión, o al menos, tergiversado con intencionalidad manifiesta, se ha convertido ya, en un genocidio de proporciones hitlerianas como paradójica continuación histórica, hubiese sido entretenida quizás una argumentación tan ingenua. Me sumergí entonces entre los meandros no siempre fáciles de la historia bíblica, asesorado por mí esposa, católica ella, quien aclaraba por momentos algunos puntos ciegos que mi ateísmo practicante no alcanzaba a comprender.

Abraham, padre del pueblo judío, tuvo, según el Viejo Testamento, dos hijos varones. El primero, Ismael, fue fruto de una unión extramatrimonial con una esclava egipcia, llamada Agar. Sara, la esposa legítima de Abraham, no podía engendrar, producto de una aparente infertilidad, y había propuesto a su marido la idea de adoptar como propio al hijo de su esclava Agar, pero luego, sintiéndose despreciada, maltrató a la mujer embarazada y rechazó su simiente. Aún así nace Ismael, “arisco como un potro salvaje”, y los ángeles de Dios vaticinan que “luchará contra todos, y todos contra él; pero él afirmará su casa aunque sus hermanos se opongan” (Génesis 16:12)

Isaac, el segundo retoño, nació cuando Sara y Abraham eran ancianos, a una edad donde la posibilidad de tener descendencia era, cuando menos, risible. A Sara no le agradaba la idea de compartir la herencia de Abraham con el hijo de una concubina, y pide que expulsen a Agar y a Ismael de la casa, concediéndoles la libertad. No fue un acto altruista, como puede verse, sino de reforzamiento de poder. En Isaac, Dios mantiene su promesa divina de esta manera: confirmaré el juramento que hice a Abraham tu padre. Multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, y daré a tu descendencia todas estas tierras; y todas las naciones de la tierra serán benditas en tu simiente" (Génesis 26:3-4)

Si en Isaac y posteriormente en Jacob, a quien también se le llama bíblicamente Israel, y es expresamente su hijo bendecido, se nos da la continuidad del legado depositario hebreo; en Ismael, el otro hijo de Abraham, se desarrollan los cimientos religiosos de las naciones árabes en surgimiento. Se puede decir sin falacias que Abraham es el forjador de la religión y la cultura judía, pero también es el tronco común del mundo musulmán.


El asunto en cuestión, es que, hebreos y musulmanes, descienden de un mismo padre. Y como la Biblia y el Corán son, a mi juicio, una gran metáfora de la historia, tanto árabes como judíos son pueblos hermanos, como lo fueron Ismael e Isaac. Todo lo demás son episodios de ambiciones y egoísmos humanos, que han devenido en la gran espiral de violencia injustificable de los últimos tiempos, como retazo sangriento de la poca cordura que le va quedando a la humanidad nuestra. No es un conflicto religioso, ninguna religión, por reaccionaria que sea, puede sustentar tanto resentimiento y tanto odio en nombre de cualquier Dios.

Lo que se hace evidente a diario con la masacre perpetrada es que, hace mucho rato, ninguna divinidad media en el asunto. Cuando se agrede hospitales con bombas, se embisten los tanques contra las oficinas residentes de la ONU (Organización de Naciones Unidas) en Gaza y se trata de silenciar a la Asamblea Nacional de la mayoría de los Estados de la tierra, es porque el “Plomo Fundido” israelí ya ha dejado atrás los asesinatos masivos y se dirige sin remilgos hacia el exterminio total de Palestina.

En algún lugar leí, que fueron los romanos, en son de burla, quienes bautizaron como “palestinos” a los moradores de aquellas tierras, descendientes de los filisteos, tribu guerrera proveniente de Creta, cuya dicción en hebreo era algo así como “pelishtim”. Aquellos hombres y mujeres fueron también, como el pueblo judío, ridiculizados por el Occidente “culto”, a pesar de su raíz griega, y adoptaron la fe en Allah, que no los marginó, devolviendo en parte su autoestima. Se convirtieron en seguidores de Ismael, el hijo del judío Abraham, que al ser expulsado de su tribu se convirtió en el fundador de la nación musulmana.

Cuando reviso estos apuntes vuelvo a sorprenderme como somos, desde mucho antes que Darwin descubriera nuestro origen común como especie, un solo y único pueblo, dividido por las necedades y la intolerancia de nuestro propio espíritu. Si alguna vez tuvo sentido la ira divina en Babel, hoy están haciendo falta nuevos arquitectos, no para forjar uniones que puedan llevarnos al cielo, sino para hermanarnos terrenalmente. Lindas y utópicas palabras, cierto, merecedoras de quien las escribe, a miles de kilómetros de distancia de la Franja de Gaza, pero no me engaño. La tregua de diez días decretada por el gobierno de Israel es una maniobra dilatoria, que se convierte en burla ante el carácter criminal de la barbarie. El pueblo árabe-palestino sólo tiene la alternativa de luchar sin cuartel, porque ninguna denuncia realizada, en ningún foro, en ninguna tribuna, ha detenido al agresor sionista. Solo eso, luchar, pero luchar sin odio. Y es tan difícil luchar sin odio, sin sed de venganza, pero sigue siendo la única forma de ganar finalmente cualquier guerra y sobrevivir.

Quien crea que tenemos derecho a algún futuro justo, a un imprescindible mundo mejor, debe morir con los palestinos por ese mundo y por ese futuro. Para sobrevivir, como otras tantas veces en nuestra oscura historia humana, hay que saber morir. Y si algún día después de la guerra, tenemos brazos para reconstruirnos todos; si después de la guerra existe algo de amor entre nosotros, parafraseando a Lennon, ni siquiera siendo fundamentalistas furibundos tendremos excusa. Seamos francos entonces, no culpemos a nadie en lo alto del Cielo, los únicos culpables están aquí en la tierra, con las manos sedientas de sangre. Y todos, absolutamente todos, aunque nos avergüence nuestra podredumbre espiritual, somos hijos de Abraham.

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