lunes, 9 de mayo de 2011

El sistema de justicia que condenó a los Cinco: La ley contra el inmigrante (Tercera parte)

Por Salvador Capote
 

¿Qué sistema de justicia es ése donde el fiscal del gobierno exige a los tribunales rechazar el hábeas corpus de Gerardo, Antonio y René, tres de los cinco cubanos  antiterroristas encarcelados injustamente en Estados Unidos, mientras permite que permanezca impune el asesinato de Carlos Muñiz Varela? (1). Con el teclado de la computadora como escalpelo, continuemos su disección mostrando como las leyes de inmigración de Estados Unidos han estado signadas por la discriminación, la xenofobia, el racismo y, en ocasiones, como en la presente etapa, por la más refinada crueldad.

Los irlandeses fueron los primeros en sufrir el odio de los WASPS o “White Anglo Saxon Protestants” (Anglosajones blancos protestantes). En la década de 1840, huyendo de la hambruna, comenzaron a llegar a Estados Unidos en grandes cantidades. Eran muy pobres, con bajo nivel de educación y católicos. Vivieron hacinados en barrios insalubres en las ciudades situadas a lo largo de la costa atlántica. Los medios de prensa se encargaron de crear los estereotipos: fueron llamados despectivamente “paddys”, variante de la palabra “Patrick” en lengua gaélica (2), y fueron calificados de vagos, violentos y con tendencia al alcoholismo y la criminalidad. En las caricaturas, que aparecían con gran frecuencia en las publicaciones, se les ridiculizaba  mostrándolos con chaleco y sombrero de copa, con grandes narices rojas y siempre con una botella de whisky en la mano.

 La creciente frustración de los nativistas, es decir, de los ciudadanos con sentimientos hostiles hacia los inmigrantes en general y hacia ciertos tipos de inmigrantes en particular, determinaron la creación del primer gran movimiento anti-inmigrante en la historia de Estados Unidos. En las décadas de 1830 y 1840 tuvieron lugar motines anti-católicos. Las turbas atacaron impunemente las Iglesias, sobre todo en Nueva Inglaterra y Pensilvania. En 1834, en Boston, quemaron un convento de monjas ursulinas.

 En 1843 surgió una organización secreta, “Order of Star-Spangled Banner” (Orden de la bandera de las barras y las estrellas) que poco después se convirtió en el “American Party” (Partido Americano), más conocido como “Know-Nothing Party” (Partido de los que no saben nada), llamado así porque sus miembros respondían de ese modo: “I don’t know” (no sé), cuando alguien indagaba sobre los objetivos y políticas de la organización. Sus miembros provenían de la clase media urbana, se oponían a la inmigración, odiaban a los católicos y trataban de bloquear la asimilación de los inmigrantes a la sociedad.

 El partido llegó a tener más de un millón de miembros (1/8 del electorado potencial) y en las elecciones de 1854 y 1855 tuvo notables éxitos, logrando elegir a ocho gobernadores, más de un centenar de congresistas y a los alcaldes de Boston y Chicago. En consecuencia, muchos estados pusieron en vigor ordenanzas y leyes anti-inmigrantes. El presidente Ulysses S. Grant, Jefe del Ejército de la Unión durante la Guerra de Secesión, e integrante de los “Know-Nothing”, expresó en 1875: “Si tuviésemos otra contienda en el futuro cercano de nuestra existencia nacional, predigo que la línea divisoria no será la de Mason y Dixon (3) sino entre el patriotismo y la inteligencia [protestantes] de un lado, y la superstición, la codicia y la ignorancia [católicas] por otro.”

 Los chinos fueron los primeros asiáticos que migraron a Estados Unidos, principalmente a las ciudades de la costa occidental, en número significativo, y tuvieron que soportar todo el peso de los prejuicios raciales y étnicos. A comienzos de la década de 1850 emergen los clubs “anticulíes” (4) y esporádicamente se organizan boicots contra productos elaborados por los chinos. Editoriales que resaltaban estereotipos racistas aparecen cada vez con mayor frecuencia en los periódicos de San Francisco. A nivel estatal y local se ponen en vigor abusivas leyes y ordenanzas, como la ley de Oregón (1858) que exigía a los mineros y comerciantes chinos (y solamente a ellos) obtener y pagar una licencia operativa mensual. En 1854, la Corte Suprema de California decidió, en el caso “People v. Hall”, que los chinos no podían testificar en corte contra los blancos. Hall, un hombre blanco, habٌía asesinado a un chino, y los testigos eran de esa nacionalidad.

 La terminación en Promontory Point, Utah, en mayo de 1869, del ferrocarril Union-Central Pacific, lanzó de pronto sobre el mercado laboral de California a más de 10,000 trabajadores chinos. La histeria del “peligro amarillo” y de una supuesta invasión asiática a Estados Unidos subió de punto. Se multiplicaron los clubs anticulíes y las turbas racistas realizaron ataques frecuentes contra los barrios chinos. En la Sierra Nevada, los mineros blancos, con la complicidad de las autoridades estatales, despojaron y expulsaron violentamente a los mineros chinos.

 En 1874, en su mensaje anual, el presidente Grant se pronunció contra la inmigración asiática y llegó al extremo de afirmar que casi ninguna mujer china “realiza un trabajo honorable, sino que… son traídas para fines vergonzosos”. Al año siguiente, el Congreso aprobó la “Page Act” (5), ley dirigida contra las mujeres chinas. La aplicación de esta ley fue tan estricta que redujo prácticamente a cero la entrada de mujeres de ese país a Estados Unidos. Un comité congresional, establecido por esa misma legislatura, para investigar la inmigración china, incluyó en su informe final que “no hay raza aria o europea que no sea muy superior a la china”.

 Con estos avales de un presidente y del Congreso, no es de extrañar que la violencia anti-china alcanzase su expresión más criminal y vergonzosa en la masacre que tuvo lugar en Rock Spring, Wyoming, el 2 de septiembre de 1885, cuando la turba prendió fuego al barrio de los chinos. La cifra exacta de los asesinados no se conoce con exactitud pero se calcula entre 40 y 50. Muchos de ellos fueron quemados vivos, escalpados, decapitados, desmembrados, castrados, con extrema ferocidad. Los que perpetraron la masacre ni siquiera se tomaron el trabajo de enterrar a los muertos y, cuando una semana más tarde llegó por fin el ejército, encontró numerosos cadáveres en descomposición esparcidos por las calles o quemados dentro de las casas. Nadie resultó convicto por los crímenes de Rock Spring. Un gran jurado rehusó presentar cargos aduciendo que no había podido encontrar testigos.

 Otros actos de violencia extrema que quedaron impunes tuvieron lugar en diferentes estados, principalmente en California, Oregón y Washington. El 24 de octubre de 1871, unos 500 hombres blancos asaltaron el  “Chinatown” de Los Ángeles y asesinaron brutalmente a numerosos chinos, 84 según algunos estimados. “Chinese Massacre Cove” es el nombre oficial de un lugar a orillas del río Snake, en el condado de Wallowa, Oregón, donde, en 1887, fueron torturados, asesinados y mutilados 34 chinos. Un tribunal absolvió a los que perpetraron la masacre.

 En 1881, muchos estados, incluyendo Alabama, Ohio, West Virginia y Wisconsin, presentaron al Congreso peticiones anti-chinas. La legislatura de California declaró un día feriado para facilitar la realización contra esa etnia de manifestaciones públicas. Respondiendo a estas peticiones, el Congreso aprobó la “Chinese Exclusion Act” el 6 de mayo de 1882, que excluía a los trabajadores chinos por un término de diez años. La ley se renovó a su término y, por una nueva ley de 1904, la exclusión se estableció por tiempo indefinido. Lo peor de esta ley es que definió a las mujeres como trabajadoras y, por tanto, los inmigrantes chinos no tuvieron manera de reclamar a las esposas y otros familiares que habían quedado en China. Las familias quedaron divididas durante casi seis décadas hasta que ambos países se convirtieron en aliados contra el Japón durante la Segunda Guerra Mundial y, por ese motivo, el Congreso suavizó algunos aspectos de las leyes de exclusión. La “Repealer Act” (Ley de Revocación) de 1943 les permitió obtener la ciudadanía norteamericana y autorizó que los más ancianos, separados de sus familias durante generaciones, pudiesen traer de China a sus esposas. Como es de suponer, para la gran mayoría, el permiso llegó demasiado tarde.

 En 1906, después del terremoto, tuvieron lugar en la costa del Pacífico violentas manifestaciones, esta vez contra los japoneses. La legislatura de California aprobó una resolución solicitando al Congreso “limitar y disminuir” la inmigración nipona. En San Francisco, los negocios de su propiedad fueron vandalizados y los ataques no provocados contra transeúntes de esa nacionalidad resultaban cada vez más frecuentes. El 6 de octubre, el “San Francisco School Board” ordenó que todos los estudiantes japoneses de las escuelas públicas se trasladasen a las escuelas segregadas que funcionaban ya en el barrio chino desde 1885.

 Pero Japón era una potencia emergente, no la China débil de aquel entonces por lo que, para evitar complicaciones, el presidente Theodore Roosevelt decidió resolver el asunto por la vía diplomática. Las negociaciones dieron por resultado lo que recibió el nombre de “Gentlemen’s Agreement” (Pacto de Caballeros) que consistió de una serie de seis notas intercambiadas entre las dos cancillerías entre fines de 1907 y comienzos de 1908. El gobierno japonés se comprometió a no expedir documentos de viaje con destino a Estados Unidos a sus trabajadores; a cambio, Estados Unidos permitiría la reunificación de mujeres y niños con sus esposos y padres,  revocaría la segregación de los estudiantes en las escuelas y se comprometería a no permitir acciones violentas contra los inmigrantes japoneses.

 En la década de 1910, los agricultores japoneses de California, que poseían solo el 1% de la tierra, estaban produciendo el 10% de las cosechas. La reacción racista no se hizo esperar y en 1913 la legislatura del estado aprobó la “Alien Land Law” (Ley de la tierra de extranjeros) según la cual solo podían poseer terrenos los extranjeros que fuesen elegibles para obtener la ciudadanía. Como la ley de naturalización de 1870 negaba a los asiáticos el derecho a convertirse en ciudadanos, las víctimas de esta ley fueron los japoneses.

 Una ley aún más estricta fue promulgada en 1920, y la Corte Suprema en Webb v. Obrien (1923) determinó que el carácter discriminatorio de la ley no violaba la Constitución. Cuando, treinta años después, en 1953, fue al fin declarada inconstitucional, era ya demasiado tarde pues hacía largo tiempo que los agricultores japoneses habían perdido sus tierras.

 Al comenzar la Guerra con Japón, aproximadamente 2/3 de los japoneses de la costa del Pacífico eran ya ciudadanos norteamericanos por nacimiento, muchos de ellos por segunda o tercera generación. No obstante, después de Pearl Harbor, todos fueron tratados como enemigos extranjeros y más de 120,000 de todas las edades, por la Orden Ejecutiva 9066, fueron encerrados en diez campos de concentración. Los japoneses-americanos se vieron obligados a vender sus propiedades y pertenencias por una fracción de su verdadero valor.

 Aunque la Corte Suprema, en tres decisiones infamantes, ratificó la Orden Ejecutiva de Franklin Delano Roosevelt, actualmente se reconoce que el internamiento fue una acción ilegal, violatoria de las leyes internacionales, y realizada con extrema crueldad.

Historias similares podríamos recordar de otros muchos grupos étnicos. En realidad, desde que originalmente el Congreso, en 1790, restringió la ciudadanía a las “personas blancas libres”, todos los inmigrantes, excepto tal vez los provenientes del norte de Europa, han tenido que enfrentarse a leyes discriminatorias y al fanatismo de los sectores más racistas de Estados Unidos. Las cuotas de inmigrantes establecidas desde 1924 tienen por finalidad preservar la composición étnica y racial de la población de Estados Unidos limitando el número de inmigrantes del sur y del este de Europa y, por supuesto, de todo el Tercer Mundo, que se considera son inferiores genéticamente.

 Estas leyes racistas y los arraigados prejuicios antisemitas impidieron que Estados Unidos ofreciese asilo a los judíos europeos en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Estigma inborrable de aquella época es el “Viaje de los condenados”, en el barco Saint Louis, de casi un millar de refugiados judíos, a quienes Franklin Delano Roosevelt pudo salvar (y no lo hizo) de los campos de concentración nazis.

 Pero los que durante más tiempo (más de dos siglos) y con mayor profundidad, han visto el odio y los prejuicios transformarse en política oficial, son los hispanos y, en particular, los mexicanos. El Tratado de Guadalupe-Hidalgo, que puso fin a la Guerra de México y garantizaba los derechos a la propiedad de los nativos, fue violado sistemáticamente y las tierras y las minas pasaron a manos de los anglos por diversos medios, incluyendo la violencia. En las décadas que siguieron, las leyes racistas, llamadas “Greaser Laws” (leyes de los grasientos) consolidaron el estatus de los mexicanos como ciudadanos de segunda categoría.
 Sin embargo, el crecimiento demográfico hispano ha sido indetenible y, de continuar la tendencia actual, Estados Unidos se convertirá en una nación de mayoría hispana, con o sin inmigrantes ilegales. La nueva oleada de histeria anti-inmigrante toma como pretexto la necesidad de defender la frontera contra el cruce ilegal de indocumentados, pero lo real es el miedo a una creciente población hispana que está cambiando la faz de Estados Unidos. En 1950 había menos de 4 millones de hispanos en Estados Unidos. Actualmente hay más de 50 millones y es probable que esta cantidad se duplique en los próximos veinte años.

 El Ku Klux Klan, que permaneció estático y parecía moribundo, resurge ahora con fuerza, al igual que otros grupos de supremacía blanca, como “Neo-Nazis”, “Posse Comitatus”, “Aryan Nations”, “World Church of the Creator”, “American Skinheads”, “Free Militia”, “Minutemen”, etc., alimentados por fanáticos horrorizados por lo que consideran una marea de razas inferiores que inunda Norteamérica. Menos extremista pero más peligroso por su mayor amplitud es el movimiento fascistoide “Tea Party”.

 Todavía no se han borrado las cicatrices de la “Operation Wetback” (operación Mojado) montada por el presidente Dwight D. Eisenhower, durante la cual la patrulla fronteriza realizó grandes redadas en los barrios hispanos, detuvo a miles de personas sólo por su apariencia racial y expulsó del país a cerca de 700,000 personas. Miles fueron llevados en barcos a lugares lejanos como Veracruz con el fin de impedirles el regreso. Todo el desarrollo de la operación se caracterizó por la brutalidad y el racismo. No fue la primera operación de este tipo. Uno de los mayores crímenes en la historia de Estados Unidos fue la deportación masiva de mexicanos entre 1931 y 1934. Con la autorización del presidente  Herbert Hoover, más de 500,000 méxico-americanos, niños el 60% de ellos, fueron expulsados de Estados Unidos. En 2005, el Congreso de California aprobó la “Apology Act” (ley de disculpa) que reconocía “la evacuación inconstitucional y emigración forzada de ciudadanos estadounidenses y residentes legales de ascendencia mexicana”.

 La “PATRIOT Act” (Ley Patriota) (6), promulgada el 26 de octubre de 2001, dio luz verde a los cuerpos represivos para espiar tanto a individuos como a organizaciones, realizar allanamientos y arrestos arbitrarios, y encarcelar inmigrantes por tiempo indefinido sin presentar cargos. La “PATRIOT Act” abre una puerta legal hacia el fascismo.

 El 16 de diciembre de 2005, la Cámara aprobó la ley anti-inmigrante H.R. 4437, propuesta por Jim Sensenbrenner, representante republicano por Wisconsin. El “regalo” de Pascuas para las familias mexicanas y centroamericanas fue esta ley que convertía en criminal a todo extranjero ilegal, hombre, mujer o niño, y además, a todo el que le hubiese ayudado a entrar en el país o a permanecer en él. La ley transformaba de pronto en delincuentes a los 12 millones de personas que permanecen indocumentadas en el país, cifra seis veces superior al total de la ya de por sí enorme población penal de Estados Unidos. Para la ejecución imposible de esta despiadada y absurda ley habría que multiplicar por seis las dimensiones de todo el aparato jurídico y de todo el aparato represivo del país, con ampliaciones adicionales destinadas a detener, juzgar y encerrar a todos los empleadores, religiosos, médicos, maestros, trabajadores sociales, etc., que hubiesen prestado ayuda de algún modo al inmigrante indocumentado.

 l “Department of Homeland Security” (Departamento de Seguridad Nacional),  elefante blanco del presupuesto anual de Estados Unidos, en lugar de emplear los millones a su disposición en combatir el terrorismo –tarea para la cual fue creado-, los emplea en perseguir familias inmigrantes mexicanas, gente sencilla y trabajadora, cuyos antepasados eran los dueños de este país desde Pueblo, en Colorado, hacia el oeste y el sur.

 Los agentes de “Inmigration and Customs Enforcement” (ICE) (brazo del Homeland Security) violan actualmente los domicilios de las familias hispanas sin justificación legal y derriban puertas en la madrugada en busca de indocumentados. No es raro que ciudadanos o residentes legales con pobre dominio del inglés y sin posibilidad de contratar abogados, sean deportados erróneamente a México. Los agentes de inmigración, con atuendo de SWAT (7), incluyendo fusiles de asalto y chalecos a prueba de balas, aterrorizan a los trabajadores mexicanos que con frecuencia han vivido muchos años en este país y ven su vida y su familia destruídas en un segundo. No importa si los hijos han nacido aquí y son ciudadanos estadounidenses, no importa si uno de los miembros de la pareja es residente legal, el equipo de la migra tiene que cumplir con su cuota mensual de deportaciones.

 ¿Es dividiendo y destruyendo familias como el “Department of Homeland Security” combate el terrorismo? ¿Qué añade a la seguridad de la nación el temor de millones de inmigrantes a que toquen en sus puertas en medio de la noche?

 Todas estas medidas y leyes son contraproducentes. En otros tiempos, los indocumentados mexicanos entraban a Estados Unidos cuando había trabajo y salían cuando éste escaseaba, generalmente después de recoger las cosechas. Ahora permanecen en el territorio de Estados Unidos porque temen ser apresados al salir o al entrar de nuevo y ser procesados como criminales. Por otra parte, ni los muros más altos, ni los guardias mejor armados, ni turbas enfurecidas, los detendrán, por la simple y humana razón de que sus esposas e hijos en México necesitan de las remesas para subsistir.

 La ultraderecha racista, que se opone a una ley de reforma migratoria, ha utilizado siempre las mismas tácticas: generar miedo en las masas, el miedo que profundiza los sentimientos anti-inmigrantes, el miedo que divide a los trabajadores y convierte en conflictos raciales o étnicos la lucha de clases subyacente. “Peligro amarillo”, “peligro islámico”, “peligro hispano”, siempre habrá un pretexto para el odio. Lo irónico es que la abrumadora mayoría de los norteamericanos que se oponen a la reforma nunca han tenido contacto con un inmigrante ilegal. La imagen que tienen de él está configurada por los estereotipos que difunden los medios.

 El temor a un cambio del carácter racial y étnico, a un cambio en la identidad nacional, es el principal factor que utiliza la ultraderecha para alentar la fuerte corriente anti-inmigrante actual. La leyes aprobadas en Arizona, en Georgia, en la Florida y en vías de aprobarse en otros estados, pueden generar olas represivas de mayor alcance. Si la depresión económica se prolonga o acentúa, es probable que asistamos a pogroms anti-inmigrantes en algunas ciudades de Estados Unidos.

(1)   Carlos Muñiz Varela, cubano-puertorriqueño, miembro fundador de la revista Areíto y de la Brigada Antonio Maceo, asesinado por elementos vinculados a la mafia terrorista cubano-americana de Miami el 28 de abril de 1979.
 (2)   Saint Patrick (San Patricio) patrón de Irlanda.
 (3)   Línea de demarcación que simbolizaba la frontera entre el norte industrial y el sur esclavista (Dixie) de los Estados Unidos.
 (4)   “Coolie” (culí) fue un término utilizado para designar a jornaleros chinos con muy bajo salario.
 (5)   Por Horace F. Page, congresista republicano de California.
 (6)   PATRIOT: Providing Appropriate Tools Required to Intercept and Obstruct Terrorism.
(7)   SWAT: Special Weapons and Tactics (armas y tácticas especiales).

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