Anoche recordaba una anécdota de la década de los 90. En ocasiones la madrugada en el periódico donde trabajaba cobraba animaciones insospechadas con la presencia de Fidel, compartiendo la edición como un colega más.
Como por entonces yo era un fumador fuerte, pasaba mil trabajos para controlar mis deseos, pero el respeto hacia quien había dejado el vicio me inhibía. Y una madrugada, le solté sin más:
—Debe resultar difícil dejar de fumar. Ahora mismo yo casi ni me aguanto. ¿No siente usted deseos de hacerlo?
—Al principio no dije nada —respondió echándose hacia delante en la gigantesca mesa redonda—, dejé de hacerlo pero no lo anuncié a nadie, porque todavía no estaba convencido de lograrlo. El primero que lo notó fue un escolta. No dije nada hasta que sentí que la decisión tomada era firme. Una vez soñé que fumaba y en el mismo sueño aplasté el tabaco. Ya no fumo ni en sueños.
Quedó un segundo en silencio, nos miró a todos, y agregó:
—No puedo fumar de ninguna manera. Me comprometí públicamente. Para hacerlo necesitaría que un compañero me buscara los tabacos, y ante esa persona yo sería un farsante, y una sola persona es mucha gente...
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