martes, 19 de agosto de 2008

El 2042 y la unión más perfecta, por Eliades Acosta Matos

En medio de una contienda electoral como la que tiene lugar en los Estados Unidos, donde uno de los virtuales candidatos a la Presidencia es negro, no es de extrañar que el tema racial vaya colándose de contrabando en las opiniones de los periodistas y analistas, aún cuando todos juren que esa no es su intención. Porque, claro, se trata de un tema políticamente incorrecto, de esos que no es bien visto y que es temido, como si fuese capaz de destapar los odios del pasado, suponiendo que estos sean, realmente, un asunto circunscrito a la historia.

Al racismo de la sociedad norteamericana se le esconde en los aposentos más retirados de la mansión común, como haría una familia bien con la loca de la casa. No se quiere siquiera admitir que existió y existe, que lo sigue reflejando en las leyes anti-inmigrantes y en el muro que se construye en la frontera con México, en momentos en que el mismo candidato negro a la Presidencia acaba de irse a Berlín a hablar de libertad e igualdad de oportunidades, y a felicitar a los alemanes por haber hecho añicos el muro que dividía a esa ciudad.

En los años más duros de la Guerra Fría, un genio del pensamiento estratégico neoconservador llamado Albert Wohlstetter escribió, por encargo del gobierno, tres artículos para profundizar en las causas del creciente malestar y confrontación alrededor de la cuestión racial en los Estados Unidos, que tenían al país al borde de una guerra civil, agregando otro frente, esta vez interno, al de la catastrófica guerra de Vietnam. En “Metaphors and Models: Inequalities and Disorder at Home and Abroad”, del 27 de agosto de 1968, Wohlstetter planteaba, sin tapujos:

“Nuestras inequidades internas, tanto como los desórdenes civiles asociados a ellas, afectan nuestras relaciones con el Tercer Mundo, y también con nuestros aliados europeos. Los desórdenes raciales y la violencia sugieren una inestabilidad en el gigante americano, del cual Europa depende para su protección nuclear. La inequidad, que es la raíz de la violencia, afecta nuestro ejemplo ante el mundo”

Las medidas que sugería hace cuarenta años Wohlstetter para resolver este problema de imagen exterior y de relaciones públicas de su país, por supuesto que no iban dirigidas a atacar las causas profundas, más clasistas que raciales, que producían esas “inequidades”, que a su vez generaban la violencia racial. Jamás lo haría un neoconservador empeñado, ya se sabe, en preservar a toda costa el status quo. “Intentar desconectar nuestros problemas internos de los externos-era la primera recomendación-…y alentar el crecimiento de una clase media entre los negros”-era la segunda.

Hay que reconocer que el establishment paga bien a especialistas como Albert Wohlstetter, y que en consecuencia, suele tomar en serio sus recomendaciones. Transcurridos cuarenta años, más que molestarse por el éxito o ascenso social de personas pertenecientes a las minorías, lo alienta, en el entendido de que una clase media con tales orígenes vale su peso en oro, no solo a los efectos de desmentir la acción del racismo en Norteamérica, sino también para que actúe como estado-tapón conservador entre quienes participan de las ganancias de la explotación y son recompensados, y las mayorías que siguen en la misma situación de exclusión, marginalidad, violencia y desesperanza de los tiempos de Wohlstetter. ¿Acaso Condoleeza Rice, Colin Powell, Barack Obama, Tiger Wood y Armstrong William, por citar solo el caso de los negros, no lo evidencian?

Pero he aquí que Wohlstetter propone y la historia dispone. Un reciente artículo de Sam Roberts, publicado el pasado 14 de agosto en “The New York Times”, bajo el título de “En una generación las minorías podrían ser las mayorías en USA”, anunciaba que… “en el 2042 los norteamericanos que se identifican como hispanos, negros, asiáticos, indios americanos, nativos de Hawai y otras islas del Pacífico, de conjunto, superarán a los blancos no hispanos. Hace cuatro años se había pronosticado que esto ocurriría en el 2050.”

En el censo de 1790, la población blanca en los Estados Unidos representaba el 64%. En el 1909, tras la avalancha de inmigrantes europeos de fines del Siglo XIX y principios del XX, nueve de cada diez norteamericanos era blanco. Según las investigaciones del Census Bureau Projections, en las que se basa Sam Roberts para su artículo, “… en el 2023 la mayoría de los menores de 18 años, y en el 2039, de los norteamericanos en edad laboral, serán de las minorías…” No creo que las clases medias prefabricadas, de esos mismos segmentos poblacionales de que hablaba Wohlstetter como garantes de la perpetuación del sistema, puedan crecer a ese mismo ritmo. A menos que algo revolucione las raíces profundas de la exclusión, la marginación y las diferencias de oportunidades presentes en la sociedad norteamericana, los descontentos crecerán a un ritmo arrollador con respecto a los encargados de mantenerlos a raya con la utopía de que todos pueden alcanzar el sueño americano.

No exagero al hacer el anterior análisis. La situación actual de las minorías en los Estados Unidos, a pesar de la manera hipócrita en que un sistema profundamente racista intenta vendernos una imagen renovada, ha sido reconocida por el propio Barack Obama el pasado 18 de marzo, durante su discurso más acabado sobre este tema, pronunciado en Filadelfia y conocido como “A More Perfect Union”. Entonces Obama fue inusualmente claro, demostrando que a pesar de los esfuerzos de la familia bien por disimular su existencia, la loca de la casa sigue viva:

“En las comunidades blancas, el logro de una unión más perfecta significa reconocer que lo que ha dañado a la comunidad afro-norteamericana no existe sólo en las mentes de los negros; que el legado de discriminación, y los incidentes de discriminación actuales, aunque con menos frecuencia que en el pasado, son reales y deben ser enfrentados, no solo con palabras, sino mediante acciones, como por ejemplo, invirtiendo fondos en nuestras escuelas y en nuestras comunidades, garantizando nuestros derechos civiles y juicios justos en nuestras cortes; brindando a las presentes generaciones oportunidades de que no dispusieron las precedentes. Eso exige de todos los norteamericanos que no cumplan sus sueños a expensas de mis sueños; y que destinar fondos para la salud, la seguridad social y la educación de los niños de todas las razas ayudará a la prosperidad del país.”

El pasado 21 de junio, en el diario Las Américas de New York, un señor llamado Marcos Antonio Ramos publicó un curioso artículo titulado “Obama y Cuba”. En él, asombrosamente y desdiciendo lo reconocido por el propio candidato demócrata, se tilda a las criticas al racismo en los Estados Unidos como “propaganda anti-norteamericana”, algo así como el fruto de una campaña de calumnias urdidas en medio de alguna de las fantasmales conspiraciones que Franco denunciaba cada cierto tiempo en España, y a las que denominaba como “judeo-masónicas-bolcheviques”. La manipulación del Sr.. Ramos no tiene desperdicio. “El discurso oficial cubano hace énfasis en la discriminación racial en los Estados Unidos, -afirmó-… pero ahora se trata de la Casa Blanca, y no puede imponerse ya un límite a las lógicas aspiraciones de una persona de la raza negra en Estados Unidos o el mundo. La propaganda anti-norteamericana recibiría un golpe devastador en todas partes, incluyendo a Cuba…”

En efecto, más que curiosa esta lógica del Sr.. Ramos: tal parece que las denuncias contra el racismo y los racistas norteamericanos provienen de una línea oficial cubana, y no de la más palpable realidad norteamericana. Tal parece que se trata de una campaña de mentiras anti-norteamericanas, y no de los testimonios de problemas que siguen siendo tan agudos como para que Barack Obama, un estilista de la evasión y la espuma discursiva, se viese obligado a abordarlos con toda crudeza en un discurso especialmente dedicado a ello, moviéndose, como es natural, en el filo de la navaja de una opinión pública que sigue divida alrededor del tema, casi igual que en los tiempos -para unos, benditos- de la Confederación y Jefferson Davis. Y lo más curioso en este razonamiento algo tontorrón del señor Ramos: de ser proclamado Presidente de los Estados Unidos un negro, eso significaría que se habrá decretado extinguido al racismo y a los racistas de ese país.

Lo que vale la pena es enlazar esa posibilidad, sin dudas real, con los cambios demográficos ya en marcha, y los efectos de la propia lucha del pueblo norteamericano, y especialmente de sus minorías, contra los racistas y el racismo. Lo que vale la pena recordar al Sr. Ramos es la derrota del apartheid sudafricano, amamantado por el mismo imperialismo que hoy promueve a un representante de la clase media negra por la que clamaba hace cuarenta años Albert Wohlstetter, como candidato a la Presidencia de su país; y que esta derrota ocurrió a manos de los descendientes de los esclavos africanos, llevados a una islita del Caribe, junto a luchadores de Angola, Sudáfrica y Namibia. Y si queremos hablar del “representante de la etnia negra o mestiza de mayor importancia en la historia política de la Humanidad”, título casi nobiliario con el que identifica el seráfico Sr. Ramos a Barack Obama, conviene también recordarle un nombre que sí es un símbolo inspirador en estas lides y no el fruto de los consejos de George Clooney como asesor de imagen del candidato demócrata: el de Nelson Mandela.

Para disgusto de los eternos muñidores del imperialismo, y de sus estrategas más lúcidos, no será el verbo fácil ni las promesas de un candidato presidencial norteamericano los que garantizarán esa “unión más perfecta”, sin dudas, deseable, sino los procesos demográficos en marcha y el avance de la lucha de las minorías por sus derechos.

Habrá que ver si llegado el 2042 esos mismos hipócritas seguirán intentando negarle al mundo la existencia, atormentada y trágica, de la loca de la casa, como han hecho hasta el presente.

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