Por Orlando Cruz Capote
Una gran victoria y el reconocimiento a la resistencia heroica del pueblo cubano.
La VIII Reunión de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA. La separación del Gobierno Cubano.
La cita de los cancilleres comenzó el 22 de enero de 1962 (hasta el día 30), en Punta del Este, Uruguay, (6) lugar que, por ironías del destino, también fue el escenario de la aprobación de la Alianza Para el Progreso. El discurso de apertura del Canciller costarricense dejó claro, desde el inicio, los fines anticubanos del cónclave al plantear que “[...] las amenazas a que se enfrenta el Sistema Regional por la introducción de doctrinas condenadas en anteriores conferencias [...] (recordar la Resolución 93, de Caracas, contra Guatemala) y llamó a “[...] los presentes a tomar las medidas que se requieran para la defensa de las instituciones americanas.” (Acta y Documentos de la Octava Reunión de Consulta de la OEA. Washington, D.C., 1962. OEA/Serie F/62, Documento 11, p. 3; en, Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores de la República de Cuba). En el mismo tono se expresó el Secretario General de la OEA, cuando en sus palabras de saludo, que fueron aún más allá de las que correspondían a un funcionario quien debió mantener una actitud imparcial, señaló las posibles posiciones e insinuó las futuras decisiones que debían tomarse. En su alocución el dirigente expuso sin ambages y, quizás en un ataque de sinceridad clientelista, los problemas que acarreaba la Revolución Cubana en el continente al aseverar que “[...] las inquietudes sociales y las pasiones de los pueblos se han abierto paso y están ahora presentes en los debates de la OEA.” (Idem, Documento 12, p. 12) Todo parecía, si no lo era, un libreto preparado en cada uno de sus detalles, pero la defensa de Cuba y las contradicciones dentro de las posiciones latinoamericanas introdujeron algunos cambios en el guión elaborado a priori. Rebatiendo el famoso informe de la Comisión Interamericana de Paz, Cuba argumentó la imposibilidad de que EE.UU. y los países que ya no tenían relaciones con ella, fueran juez y parte en el caso que los ocupaba a todos, porque ello violaba el Estatuto de la propia Comisión, en su Artículo 10 donde se precisaba que “[...] Ningún Estado miembro de la Comisión podrá actuar en tal carácter cuando sea parte interesada en un conflicto o controversia en que se haya solicitado la actuación de la Comisión.” (Idem, Documento 18, p. 22).
La respuesta de la Comisión fue de “indignación y ofensa” hacia la “ilustre” institución que había basado su información en fuentes y testimonios “serios a toda prueba” como lo podían ser las entrevistas concedidas por personas salidas de la Isla recientemente o que habían visitado el país en el último tiempo y por “[...] los valiosos datos aportados por los gobiernos de Estados Unidos, Guatemala, Nicaragua, Venezuela y Perú”, (Informe de la Comisión Interamericana de Paz a la Octava Reunión de Consulta de la OEA, Idem. p. 26), los que respondieron un cuestionario previamente elaborado que indujo y reprodujo las acusaciones del imperialismo yanqui contra Cuba. El susodicho documento, ilegal y falaz, acusó al Gobierno de La Habana de violar los derechos humanos, de promover actos subversivos que configuran atentados a la paz y la seguridad hemisférica y acentuó al final que “[...] los actuales vínculos de Cuba con los países del bloque chino-soviético como ostensiblemente incompatibles con los principios y normas que rigen el Sistema Interamericana”.
Tales ideas fueron las mismas que se habían elaborado como parte de la doctrina de política exterior de los norteamericanos desde los años cuarenta (teniendo a los nazis como objetivo) y que fueron corroboradas luego de la Guerra Fría con “la amenaza del comunismo internacional”, “las perturbaciones de la paz de las Américas”, “las amenazas a la seguridad, la paz y la integridad territorial de los países del hemisferio”, como sucedió en la Conferencia de Caracas en 1954. En los años que decursaron, desde 1959 hasta 1962, tal pensamiento dogmático y maniqueo se aplicó a Cuba con toda la intención y manipulación posible. El extremo sucedió en esta VIII Reunión de la OEA. En la misma estuvieron presentes el Presidente de Cuba Osvaldo Dorticós Torrado, y el Secretario de Estado de los EE.UU. Dean Rusk, lo que auguró un enfrentamiento entre ambos gobiernos y sistemas políticos al más alto nivel.
Los planes norteamericanos no salieron bien del todo desde el principio. En sus afanes de excluir o separar a Cuba de la OEA y de aplicarle sanciones diplomáticas, políticas, jurídicas, económicas y comerciales -incluidas las financieras- solo pudo llevarse a vías de efecto el primer objetivo. En su camino reaccionario no contaron con el apoyo de un grupo de países latinoamericanos que no respaldaron, por el momento, las sanciones económicas, jurídicas y comerciales y la ruptura de relaciones diplomáticas con el Gobierno de La Habana. Rápidamente en el seno del cónclave, se pudieron apreciar dos posiciones; un grupo de países como México, Brasil, Argentina, Bolivia, Ecuador y Chile, en correspondencia con sus principios defendidos desde meses atrás, decidieron no coincidir con la denuncia colombiana y por lo tanto no aplicar sanciones a Cuba, el segundo grupo, compuesto por los países centroamericanos y las dictaduras del continente pujaron por las medidas más drásticas. Las maniobras para lograr uno de los dos objetivos fueron variadas. A tales efectos, unos días antes el 12 de enero de 1962, en la cancillería brasileña se realizó una reunión con algunos gobiernos de la región para informar la posición del gigante sudamericano en la próxima reunión de la OEA. El pragmatismo político de este país fue impresionante al afirmar que, las fórmulas intervensionistas o punitivas que no tenían fundamentos jurídicos y que producen como resultado práctico el agravamiento de las pasiones y la exacerbación de las incompatibilidades, no podían esperar su aprobación.
Y continuó exponiendo que “[...] Hemos observado con placer que de un modo general las Cancillerías Americanas coinciden en la condenación del recurso de sanciones militares contra el gobierno revolucionario. En primer lugar, la acción militar no dejaría de caracterizar una intervención por ser colectiva. En segundo lugar, la acción militar provocaría una justificada reacción en la opinión pública latinoamericana que favorecería la radicalización de la política interna de los países del Hemisferio y debilitaría los lazos de confianza mutua esenciales a la existencia misma del Sistema Interamericano. En el plano mundial, sería de temer repercusiones en otras áreas viniesen a deteriorar aunque fuese temporalmente las condiciones generales de paz [...] Las sanciones económicas parecerían también un remedio jurídico condenable, en los términos del Artículo 16 de la Carta, y políticamente ineficaz, ya que el comercio de Cuba con América Latina no ha pasado, en sus promedios, del 4,5 % del volumen global de las exportaciones y el 9 % de las importaciones [...] El rompimiento de las relaciones diplomáticas -finalizó Brasil- que se explica en el cuadro de las medidas bilaterales, solo se comprendería multilateralmente, en el presente caso, como un paso al que siguieran otros mayores, ya que disminuiría la posibilidad de influir sobre el gobierno con el que se rompe, privaría a los disidentes del recurso humanitario del asilo y sacaría del plano continental la cuestión cubana para colocarla en el área del litigio entre Occidente y Oriente, cuando desearíamos que no trascendiese los límites del hemisferio”. Si los párrafos anteriores pueden convencer a cualquier observador de una realpolitik, el complemento de ese análisis también advirtió, a los más confusos, que no se podía sancionar a Cuba, pero daba la clave para la idea de elaborar una proposición que no fuera de las enmarcadas jurídicamente en el Hemisferio y sobre la cual debía pronunciarse la próxima reunión de la OEA. Se dio por sentado que el régimen cubano podía adoptar la forma de un gobierno marxista-leninista y, al mismo tiempo, se dejó “la puerta abierta” para proclamar la “famosa” tesis de la incompatibilidad entre un régimen marxista-leninista y el Sistema Interamericano. (8) Alrededor de esta concepción se debatieron los gobiernos en la VIII Reunión de Consulta de Cancilleres. Todos en mayor o menor medida apoyaron la concepción de la incompatibilidad. Las dudas estaban si esta nueva norma era un marco jurídico lícito para separar al Gobierno de Cuba de la OEA y aplicar las otras sanciones.
Muy tempranamente, el Secretario de Estado Dean Rusk, propuso en una intervención la necesidad de que la Conferencia debía “[...] proclamar la incompatibilidad del régimen cubano con los propósitos y principios del Sistema Interamericano” y en consecuencia “[...] excluirlo de participar en los órganos y organismos de dicho sistema.” (Informe de la Comisión Interamericana de Paz a la Octava Reunión de Consulta de la OEA; en Actas y Documento de la Octava Reunión de Consulta de la OEA. Washington, DC., 1962, OEA/Serie F/62, Documento 35, p. 13).Exigiendo, además, la suspensión de relaciones diplomáticas, consulares, económicas y de las comunicaciones de todo tipo con la Isla, así como la creación de una Comisión Especial de Seguridad que recomiende medidas individuales y colectivas contra cualquier acto o amenaza de agresión, directa o indirecta, de las potencias chino-soviéticas o de otras que estén asociadas con esos países. En una falsa argumentación -que ya hemos aclarado anteriormente- D. Rusk, aseveró que el discurso de Fidel Castro del 1ro de diciembre de 1961, fue la mayor evidencia de que Cuba había “[...] roto definitivamente con sus hermanos de América [...] y le ha proporcionado al comunismo una cabeza de puente en el Hemisferio.” (Idem. p. 15) El Secretario de Estado norteamericano estuvo todo el tiempo preocupado por conocer si se obtenía los ¾ -el 75 %- de los votos-países necesarios para aplicar las medidas de separación. Por cierto, este Reglamento fue extraído del TIAR y llevado al marco de la OEA como forma de propiciar la sanción, lo que constituyó otra flagrante violación. La tarea de separar al Gobierno Revolucionario de la OEA no fue fácil en ningún sentido, pues si la mayoría de los gobiernos estuvieron de acuerdo en este punto, un grupo de ellos le “forcejeó” a los yanquis la venta del voto. Otros fueron muy presionados para que apoyaran esta expulsión. Los gobiernos de México junto a los de Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador y Chile tuvieron una posición justa pero, a la vez, muy ambigua. Varios ejemplos pueden ilustrar estas aseveraciones. La intervención del Canciller mexicano, Manuel Tello no dejaba lugar a dudas acerca de una contradicción diáfana entre varias concepciones: “[...] Parece, pues, indudable que existe una incompatibilidad entre la pertenencia a la OEA y una profesión política marxista-leninista [...] Con la misma energía con que defendemos el derecho de autodeterminación de los pueblos, del pueblo cubano, por consiguiente, sostenemos que es inconciliable la calidad de miembro de nuestra organización con la adopción de un régimen de Gobierno, cuyas características no son las de la democracia representativa”.
La tradicional “Doctrina Estrada” mexicana de no injerencia, intromisión e intervención en los asuntos internos de otros Estados y el derecho a la independencia y la autodeterminación nacional chocó con la ideologización extrema de la política exterior del gobierno burgués mexicano de ese momento. El delegado de Panamá, en un típico oportunismo, aunque apoyó la medida trató de imponer a los EE.UU. expuso que su gobierno vería de muy buen gusto abrir conversaciones sobre el Canal y la propiedad absoluta que poseían los norteamericanos sobre ese territorio istmeño. En otro acápite tragicómico, el gobierno del dictador Duvalier puso reticencias en apoyar a los EE.UU. El juego, nada serio, era para aprovechar la ocasión y vender su voto a un precio más alto, hecho que logró en los finales del cónclave al recibir mayores dádivas financieras por parte de Washington. Por su parte, los gobiernos centroamericanos, en especial los de Nicaragua y Guatemala se pronunciaron abierta e ingerencistamente sobre el tema y llamaron a “[...] devolverle al pueblo cubano su libertad, su fe, su religión, su moral, su derecho a seguir siendo cubano [...]”. Las presiones de los EE.UU., hicieron su mella en otro grupo de países. Blandiendo la amenaza de que los que no se uncieran a la política norteamericana verían afectados sus relaciones económicas con Washington y su participación en la Alianza para el Progreso, el Imperio del Potomac doblegó al grupo de países más proclives a no tomar medidas contra Cuba. Y aunque uno de ellos votó en contra (Cuba), el resto solo pudo abstenerse (México, Argentina, Chile, Ecuador, Brasil y Bolivia). Algunos de estos gobiernos hicieron constar en el Acta Final -otra contradicción- que el acuerdo de excluir a Cuba carecía de fundamento legal y violaba lo establecido en la Carta de la OEA, que no contenía mecanismos que justificaran tal medida. Como colofón de la VIII Reunión de Cancilleres de la OEA, Cuba y su Gobierno Revolucionario fueron separados de la Organización Interamericana. Los votos 13 y 14 se los brindaron el régimen dictatorial de Haití y, también, la genuflexión y entreguismo de última hora del gobierno del Uruguay. De ello, quedó constancia en la Resolución No. VI que, además, recomendaba “[...] la más continua vigilancia de parte de los países miembros [...] los que deben informar al Consejo de todo hecho o situación capaz de poner en peligro la paz y seguridad del Continente.”
Este intento de seguimiento fue muy peligroso para la Revolución Cubana y los movimientos revolucionarios en el subcontinente pues, a través de esta resolución y otras que se tomaron, la OEA se convirtió en una especie de policía en el hemisferio occidental al servicio de los EE.UU. en contra, esencialmente, de Cuba. En la Resolución No. VIII, sobre las relaciones económicas, se resolvió “[...] suspender inmediatamente el comercio y tráfico de armas e implementos de guerra de cualquier índole con Cuba”, (Idem, Documento 68, p. 21) recomendando que esta prohibición debía extenderse también hacia otros artículos. Fue la antesala del bloqueo económico continental contra Cuba. Finalmente, la Resolución No. II, la VIII Reunión de Consulta de Ministros de Relaciones Exteriores de la OEA, aprobó la creación de una Comisión Especial de Consulta sobre Seguridad contra la acción subversiva del Comunismo Internacional que tuvo la misión de asesorar a los gobiernos de los países miembros de la OEA, para prevenir cualquier acto de agresión, subversión y otros peligros que provinieran de la continuada intervención de las potencias sino-soviéticas en el Hemisferio.
La posición de la delegación cubana fue digna y firme. El Presidente Osvaldo Dorticós expuso que “[...] la OEA se hace incompatible con la liquidación del latifundio, con la nacionalización de los monopolios imperialistas, con la igualdad social, con el derecho a la educación, con la liquidación del analfabetismo [...] y en ese caso Cuba no debe estar en la OEA.” Y en otro momento de su intervención expresó que “ [...] Podremos no estar en la OEA, pero Cuba Socialista estará en América; podremos no estar en la OEA, pero el gobierno imperialista de los Estados Unidos seguirá contando a 90 millas de sus costas con una Cuba revolucionaria y socialista [...] El Gobierno cubano ha reiterado su decisión de mantener una política internacional basada en el apotegma de José Martí, que nos recomendó: “Marchar con todo el mundo y no con parte de él”. Los que respeten a Cuba, encontrarán el respeto de Cuba. Los que quieran comerciar con Cuba, hallarán en Cuba una disposición a comerciar. Los que estén dispuestos a negociar las diferencias que existen con Cuba, verán a Cuba dispuesta a debatir esos diferendos con una agenda abierta y sin limitación alguna. Pero si lo que se pretende es que Cuba se someta a las determinaciones de un país poderoso y de los que pueden ser sus instrumentos circunstanciales; si lo que se busca es que Cuba capitule, renuncie a las aspiraciones de bienestar, progreso y paz que animan su Revolución Socialista y entregue su soberanía; si lo que se intenta es que Cuba vuelva la espalda a los países que le han demostrado una amistad sincera y un respaldo cabal; si, en una palabra, se intenta esclavizar a un país que ha conquistado su libertad total después de siglo y medio de sacrificios, ¡sépase de una vez!: ¡Cuba no capitulará!“ (En revista Cuba Socialista, La Habana, 1962, pp. 98-99).
La derrota de Cuba no era absoluta sino relativa y también temporal. El solo hecho que algunos países latinoamericanos no se plegaran a los derroteros estadounidenses de lograr sanciones de mayor envergadura contra el Gobierno Revolucionario puede considerarse un triunfo de la diplomacia cubana en aquel contexto histórico. La victoria de los EE.UU., sin menospreciar su alcance y objetivos reales, fue pírrica en lo que a Cuba se refiere, por cuanto sus propósitos siempre tuvieron un mayor contenido. En un primer momento, la exclusión del Gobierno de la Isla de la OEA, ayudó a los gobernantes de la Casa Blanca a desatar una campaña anticubana de gran dimensión y, por ende, contra el movimiento revolucionario -de liberación nacional y social- del continente, bajo el pretexto de la amenaza comunista exterior; en un segundo momento, junto a la separación de uno de los miembros del sistema hemisférico, al margen de los marcos jurídicos de la Carta de la OEA, se desarrolló una crisis institucional de este organismo regional. La organización había perdido en legitimidad y credibilidad ante los ojos de los pueblos al convertirse en un instrumento más dúctil y dócil al servicio los intereses monopólicos y más reaccionarios del vecino de norte.
Luego de la VIII Reunión de la OEA, muchos países se vieron conmovidos por golpes militares y cambios institucionales al margen de las constituciones burguesas vigentes. Lo que los Estados Unidos no habían logrado en la conferencia, es decir, sancionar económica, comercial y financieramente a la Isla, debía hacerlo a través de la intromisión en los asuntos internos de los que, incluso, consideraron sus aliados.
La pequeña osadía de algunos países latinoamericanos de oponerse o abstenerse de votar a favor de los EE.UU., la pagaron caro un breve tiempo después. La experiencia de República Dominicana, al ser asesinado en mayo el dictador Trujillo y más tarde, la caída del gobierno de Brasil solo fueron los anuncios premonitorios de lo que sucedería posteriormente en otros lugares del continente. El 25 de agosto de 1961, anunció su renuncia el Presidente de Brasil Janio Quadros, cuatro días después que condecorara al Comandante Ernesto Che Guevara con la Gran Cruz de la Orden Cruceiro do Sul. Asumió la presidencia, el vicepresidente Joao Goulart, quien se encontraba de gira por el exterior, luego de tener que realizar concesiones a una facción militar del país. Finalmente, Goulart es derrocado también por un golpe de estado en 1964. El 8 de noviembre de ese propio 1961, es derrocado el presidente de Ecuador José María Velazco Ibarra, siendo sustituido por Julio Arosemena, un hombre más afín a los intereses norteños y a la oligarquía de su país. En El Salvador se hizo del poder un titulado Directorio Civil-Militar, que terminó con la institucionalidad burguesa representativa. Más adelante, en marzo de 1962 fue derrocado el gobierno de Argentina y en junio de ese año, el del Perú. Los gobiernos de Honduras, Guatemala y Uruguay fueron defenestrados en 1963.
La ola dictatorial y de terror se amplió a toda la región. Y el auge del movimiento revolucionario siguió creciendo en todos los rincones de la geografía de Nuestra América. Pero antes, los EE.UU. y las oligarquías de la región tuvieron que escuchar un nuevo documento programático de la proyección internacional de la Revolución Cubana.
La Segunda Declaración de La Habana. Profesión práctica latinoamericanista, antiimperialista y socialista.
La reunión de cancilleres de la OEA se hizo coincidir, por parte de los amigos de la Revolución Cubana, con una Conferencia de los Pueblos, inaugurada el 23 de enero de 1962, en el Teatro “Federico García Lorca” en La Habana. Ella constituyó la réplica de los humildes y oprimidos a la reunión de Punta del Este. El artífice principal fue el expresidente de México, Lázaro Cárdenas, quien al negársele su asistencia al evento envió un mensaje de gran profundidad política-analítica.
El “Tata” Lázaro, como se conocía entre los íntimos, expresó que,”[...] como en esta lucha de emancipación, Cuba tiene una posición de vanguardia, sufre la agresión de los monopolios imperialistas, enemigos de todo avance reivindicativo nacionalista, y se le desconoce su disposición para llegar a un arreglo conciliatorio en sus conflictos con el gobierno norteamericano, siempre que no se lesionen sus derechos de soberanía.” (En periódico Revolución, La Habana, 24 de enero de 1962, p. 1). Y continuaba su posición solidaria al expresar que, “[...] con fundamento en el derecho que asiste a todo país a darse el sistema de gobierno que elija el pueblo por su propia voluntad [...] Comparto con ustedes la profunda emoción de ver nuevamente cómo el pueblo de Cuba se levantad digna y resueltamente, defendiendo sus derechos de soberanía.” En el evento latinoamericanista se dieron cita otras agrupaciones, organizaciones y personalidades revolucionarias y progresistas. Entre ellos, la Central Única de Trabajadores de Chile, la Confederación de Trabajadores de México, la Federación Estudiantil Universitaria de Uruguay y su Central de Trabajadores, Las Ligas Campesinas del Brasil, la Federación de Trabajadores de Costa Rica, el Frente de Liberación Nacional del Perú, el Frente de Acción Popular de Chile y un numeroso grupo de partidos comunistas del subcontinente. Entre las importantes personalidades participantes se encontraron el senador chileno Salvador Allende, los venezolanos Fabricio Ojeda y Pedro Mir, el salvadoreño Roque Dalton, los guatemaltecos Jacobo Arbenz y Manuel Galich, el también chileno y comunista Volodia Teitelboim, la nicaragüense Blanca Segovia Sandino, etc.
Entre las manifestaciones de apoyo a la Revolución en la Mayor de las Antillas se destacaron las realizadas en el Brasil, en donde el líder comunista Luis Carlos Prestes, señaló que la Revolución Cubana es vanguardia de la revolución social en América. De igual forma, el diputado laborista y dirigente de las Ligas Campesinas, Francisco Juliao, afirmó que era necesario el apoyo a Cuba en esos difíciles momentos en que se fraguaba una agresión contra el Primer Estado Socialista del Hemisferio. De otras latitudes se escucharon voces de apoyo a la Cuba revolucionaria y de denuncia a las maniobras norteamericanas. Tales fueron los mensajes enviados a La Habana por Josif Broz Tito (Yugoslavia), Gamal Abdel Nasser (Egipto) y el también Presidente de la India, Jawaharial Nehru. El diario Pravda, órgano del PCUS, se pronunciaba en el sentido de que “[...] los círculos reaccionarios de los Estados Unidos no han podido esconder sus planes insidiosos para asegurar una denuncia colectiva contra Cuba, para levantar un cordón sanitario alrededor de la república independiente, para hacer más fácil iniciar después una agresión contra ella.” (En periódico Hoy, La Habana, 25 de enero de 1962, p. 1)
La Conferencia de los Pueblos fue un éxito. Tal fue su repercusión que la prensa norteamericana le dedicó algunos espacios con el objetivo de advertir que la propaganda comunista y castrista la había organizado para distraer la atención de los resultados de la reunión de la OEA. Pero el colofón de ese cónclave solidario, lo fue la gran concentración popular en la Plaza de la Revolución, el 4 de febrero de 1962. Allí se dio lectura por el Comandante en Jefe Fidel Castro, aprobándose por alrededor de un millón de personas,”La Segunda Declaración de La Habana”.
El programa de proyección internacional tuvo, y sigue teniendo, un impacto extraordinario. Con una análisis marxista-leninista creador, martiano y bolivariano, la Revolución Cubana realizó una verdadera disección y diagnóstico de la realidad latinoamericana e internacional. En especial, se precisó la situación de los países subdesarrollados, en particular de los latinoamericanos y caribeños y el estado de las relaciones entre estos y los EE.UU. La declaración identificó el impacto de la Revolución Cubana y sus transformaciones en el escenario regional y su intervinculación con las luchas que se desarrollaban en otras partes del planeta. En sus palabras iniciales se preguntó: “¿Qué es la historia de Cuba sino la historia de América Latina? ¿Y qué es la historia de América Latina sino la historia de Asia, África y Oceanía? ¿Y qué es la historia de todos estos pueblos sino la historia de la explotación más despiadada y cruel del imperialismo en el mundo entero?”. (II Declaración de La Habana, 4 de septiembre de 1962, p. 38; en, Declaraciones de La Habana y Santiago de Cuba, Editora Política, La Habana, 1965).
El documento programático además de convertirse en un alegato político, no solo de defensa sino de contraataque revolucionario, tuvo un perfil histórico, al recorrer los principales acontecimientos de la humanidad en la contemporaneidad, simultáneamente ofreció respuestas acertadas a las interrogantes de las causas y las consecuencias de los hechos y procesos que habían conllevado a la opresión colonial, neocolonial, al racismo y la explotación de las grandes mayorías de los pueblos del mundo por unos pocos países metropolitanos, capitalistas y desarrollados. La acusación a los regímenes explotadores, en especial, al capitalismo y el imperialismo (su fase superior) del atraso, subdesarrollo, deformación estructural y sus secuelas sociales de las naciones del Tercer Mundo quedaron al desnudo, en un lenguaje claro y sencillo, de fácil acceso y lectura para las masas populares.
La necesidad de que Latinoamérica y el Caribe se incorporaran definitivamente a las luchas mundiales se destacó cuando se expresó que “[...] Cuba y América Latina forman parte del mundo. Nuestros problemas forman parte de los problemas que se engendran de la crisis general del imperialismo y la lucha de los pueblos subyugados: el choque entre el mundo que nace y el mundo que muere”. El llamado a la articulación internacional de las luchas nacionales y regionales fue de una importancia cardinal. No era posible llevar a cabo un combate contra el imperialismo norteamericano y sus aliados, por parte de las organizaciones revolucionarias del subcontinente, si no se unían tales empeños a los batallares del movimiento de liberación nacional y social de todo el planeta. El llamado a una unidad mundial de las fuerzas revolucionarias de los países del Tercer Mundo era decisorio para la causa y el éxito de la misma.
Y esa lucha entre lo viejo que muere y lo nuevo que nace lo insertó en la aguda polémica ideológica y política que se desarrollaba entre las organizaciones revolucionarias. Al respecto, se evaluó y sintetizó la experiencia histórica de la estrategia y táctica, de los métodos y formas de lucha, afirmando que “[...] Las condiciones subjetivas de cada país, es decir, el factor conciencia, organización, dirección, puede acelerar o retrasar la revolución según su mayor o menor grado de desarrollo, pero tarde o temprano en cada época histórica, cuando las condiciones objetivas maduran, la conciencia se adquiere, la organización se logra, la dirección surge y la revolución se produce [...] Que ésta tenga lugar por cauces pacíficos o nazca al mundo después de un parto doloroso, no depende de los revolucionarios, depende de las fuerzas reaccionarias de la vieja sociedad, que se resisten a dejar nacer la sociedad nueva, que es engendrada por las contradicciones que lleva en su seno la vieja sociedad”.
La lectura crítica de esta parte de la declaración sirve para desbaratar las apreciaciones y percepciones que hubo acerca de la imposición de la línea cubana de la lucha armada. Lo que se trató de plantear, era la urgencia de un análisis pormenorizado de la realidad en cada país concreto, el estudio de su sociedad y valorar las oportunidades de llevar adelante una lucha en estrecha vinculación con las demandas y anhelos de las masas populares. Pero, a la vez, la necesidad de que las vanguardias políticas tenían que impulsar, en un sentido positivo, la marcha de la historia siempre en la más estrecha unidad de acción, a pesar de las diferencias ideológicas persistentes en su seno. Y que a la violencia contrarrevolucionaria de la burguesía había que responder con la violencia revolucionaria de las fuerzas de izquierdas, la democráticas y progresistas. Añadiendo la Declaración que por mucho que algunos oculten y den la espalda al proceso revolucionario continental “[...] en muchos países de América Latina la revolución es hoy inevitable. Ese hecho no lo determina la voluntad de nadie”.
La Declaración acusó al imperialismo de la situación por la que atravesaba América Latina y el Caribe; denunció la Alianza Para el Progreso, a la OEA, rechazó la política de los golpes militares y el derrocamiento por la fuerza de los regímenes de democracia representativa a pesar del repudio a esa forma burguesa de sistema político de participación ciudadana y sancionó la intromisión en los asuntos internos y hemisféricos por parte de los EE.UU. como gendarme y potencia imperial hegemónica. Frente a la acusación de que Cuba quiere exportar su revolución se respondió que las revoluciones no se exportan, las hacen los pueblos y que lo único que Cuba podía dar a esas masas irredentas era el ejemplo.
En un momento cumbre del documento, Cuba llamó la atención sobre los problemas del divisionismo en el seno de las organizaciones revolucionarias como consecuencia de los prejuicios, ideas falsas y mentiras; el sectarismo, la falta de amplitud para analizar el papel que corresponde a cada capa social, a sus partidos, organizaciones y dirigentes, llamando a la unidad de acción contra el imperialismo. Confirmando que “[...] el deber de todo revolucionario es hacer la revolución.” La unidad entre todos fue el llamado fundamental de la Revolución Cubana. Esa unión era la única alternativa de las fuerzas que componían todas las organizaciones revolucionarias, en estrecho vínculo con sus pueblos, para oponerse con éxito al imperialismo y los aparatos de represión de los regímenes burgueses, tanto dictatoriales como representativos. La unidad había que lograrla superando las discusiones estériles y vacías acerca de quiénes tenían la verdad, quiénes podían ser las vanguardias del proceso nacional liberador y social. Había que eliminar los debates acerca de los caminos de cómo hacer la Revolución y no sentarse para ver pasar, inactivos, el cadáver del imperialismo, o lo más seguro, la muerte y fracaso de la marea revolucionaria. No fue un llamado voluntarista y aventurero como lo quisieron hacer ver algunos de los enemigos de la Revolución e, incluso, algunos grupos revolucionarios que no compartieron el planteamiento. Al final, el llamado a la Revolución fue inevitable. “ [...] Porque esta gran humanidad ha dicho: “¡Basta!” y ha echado a andar. Y su marcha de gigante, ya no se detendrá hasta conquistar la verdadera independencia, por la que ya han muerto más de una vez inútilmente. Ahora en todo caso, los que mueran, morirán como los de Cuba, los de Playa Girón, morirán por su única, verdadera, irrenunciable independencia.”
La Segunda Declaración de La Habana fue una declaración de principios, una profesión de fe en el antiimperialismo y el latinoamericanismo militante, una visión esperanzadora de que los pueblos del subcontinente latinoamericano marcharían unidos junto a los demás pueblos del Sur subdesarrollado con vistas a alcanzar una sociedad más justa e independiente. El documento fue, como expresamos, el más coherente, abarcador, integral y sistémico de la política exterior de la Revolución Cubana en esos tres años posteriores al triunfo de 1959. La lucha continuó en todos los terrenos. A la posibilidad del aislamiento definitivo, aunque siempre relativo, la Revolución Cubana respondió con una proyección internacional más profunda, llevada de inmediato a la práctica, correspondiente con su carácter socialista, latinoamericanista, antiimperialista, internacionalista, tercermundista y humanista. Y ante el advenimiento de una agresión directa del imperialismo norteamericano se preparó en el terreno militar, político, económico y diplomático. Y confió, como nunca antes, en la capacidad del pueblo cubano de resistir y vencer, junto a la solidaridad de los países de la comunidad socialista y los pueblos del mundo.
Ahora, cuando entramos por la puerta grande al conglomerado de naciones latinoamericanas y caribeñas, comprendemos el porqué de esos combates y sus enormes resultados en el tiempo. Una Revolución vale por lo que sabe defenderse, y esa máxima leninista fue llevada a cabo por la dirección histórica de la Revolución Cubana, en primer lugar, Fidel y Raúl, Camilo y el Che, Dorticos y Roa, pero más que todo por el pueblo, el verdadero protagonista de esta epoyéyica resistencia y desarrollo.
La OEA se está yendo a bolina, como un viejo cometa que ya no posee ningún viento a favor y el timonel está desprestigiado y deteriorado moralmente. No podremos regresar jamás, porque continúa siendo un instrumento de los círculos de poder estadounidenses, con su denigrante “Carta Democrática” y la “gobernalidad democrática alterna de los partidos burgueses”. El Ministerio de Colonias Yanqui fue rebasado y desbaratado por los pueblos que marchan con Cuba y con la América Nuestra. Ahora sí podemos gritar: ¡Viva Cuba!, ¡Viva Venezuela!, ¡Viva Bolivia!, ¡Vivan todos los latinoamericanos y caribeños! Patria o Muerte, ¡Venceremos!
Notas bibliográficas y referencias:
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