jueves, 24 de marzo de 2011

En vísperas de un largo viaje

Por Carlos Rodríguez Almaguer


“Yo alzaré el mundo.” / José Martí
Carta a Federico Henríquez y Carvajal
Montecristi, 25 de marzo de 1895

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Cuánta verdad contenían aquellas palabras de Juan Marinello en las que afirmó que la vida de José Martí, mucho más que una vida, fue un hecho moral. De tal forma aquel “hombre más puro de la raza” había persistido en la voluntad de encarnar en la práctica -para honra de su patria y de América- los más altos valores que consagran la condición humana, que era llamado Apóstol por los cubanos buenos.

Pero pocas veces le es dable a un hombre mostrar su carácter entero como cuando está “en el pórtico de un gran deber”, como él mismo escribirá a su amigo dominicano Federico Henríquez y Carvajal, el 25 de marzo de 1895, en vísperas de su salida para Cuba a encabezar políticamente la guerra sin odio, necesaria y breve, que había hecho renacer en los más puros corazones cubanos para limpiar la afrenta que tres siglos de ferocidad y codicia española habían lanzado sobre el rostro de la patria y el decoro de todos los cubanos, para afianzar la independencia de las dolorosas repúblicas americanas y también para salvar los restos de honor que quedaban en la poderosa república del norte que, ya entonces, venía de más a menos por haber traicionado los principios éticos que le dieron origen, a cambio de una adoración excesiva de la riqueza.   

Aquel 25 de marzo ha de haber sido, sin duda, un día de mucha luz. Al menos para él, que acababa de conjurar, acaso ayudado también por el azar, el peligro de que lazos de obligación y de cariño le impidieran venir a encarar el peligro cuyo desafío había hecho aparecer en sus discursos por las emigraciones como la gloria mayor de cualquier hijo de Cuba: sentía que era el responsable de todos por haber evocado la guerra, por eso “…si ella me manda, clavándome el alma, irme lejos de los que mueren como yo sabría morir, también tendré ese valor. Quien piensa en sí, no ama a la patria; y está el mal de los pueblos, por más que a veces se lo disimule sutilmente, en los estorbos o prisas que el interés de sus representantes ponen al curso natural de los sucesos, de mí espere la deposición absoluta y continua.”  Aunque dejará claro en medio de esta incertidumbre que “…mi único deseo sería pegarme allí, al último tronco, al último peleador: morir, callado. Para mí, ya es hora.”

A su madre le escribe este propio día: “Yo sin cesar pienso en Vd. -Vd. se duele, en la cólera de su amor, del sacrificio de mi vida; y ¿por qué nací de Vd. con una vida que ama el sacrificio? Palabras, no puedo. El deber de un hombre está allí donde es más útil. Pero conmigo va siempre, en mi creciente y necesaria agonía, el recuerdo de mi madre.” Y termina: “crea que jamás saldrá de mi corazón obra sin piedad y sin limpieza.”

 Acaso el mayor fruto de este día haya sido, sin embargo, el Manifiesto firmado por él y por el general Máximo Gómez donde exponen los principios en que se apoya y sustenta la guerra que ya había estallado en Cuba el 24 de febrero de ese año. Allí está, en germen, la esencia de lo que se proponía respecto al porvenir de su patria, del cual la guerra no era más que la vía inmediata para, una vez expulsada la hez que el régimen colonial de España mantenía sobre Cuba, iniciar, con la experiencia acumulada por los cubanos en las diversas repúblicas donde la diáspora de las emigraciones mantenían viva la imagen y el recuerdo de la sufrida isla, la construcción de una República Cordial que protegiera por igual a todas las cabezas, y creciera “con todos y para el bien de todos”. Solo excluía Martí de este sentimiento profundamente inclusivo y ecuménico, a los sietemesinos que no tenían fe en su tierra y, por carecer ellos de la dignidad suficiente para crearse un país con sus propias manos, abogaban por arrimar a Cuba a la sombra de un nuevo amo que luego acabaría despreciándolos como todo el que se abre camino por sí solo desprecia al logrero inepto que, por temor a los rasguños de la faena, suele andar de arria emperifollada de los peleadores de oficio.

En este Manifiesto deja claro, respecto a la guerra, que no se hace por odio a España, como cultura, ni contra el español, como individuo, sino contra el sistema de corrupción, inmoralidades y desórdenes que mantenían a Cuba en la más espantosa abyección en la cual solo la complicidad con los elementos corruptos podía procurar algún beneficio. Deja claro que no es entusiasmo pueril de un grupo de irresponsables, ni cálculo mezquino de un grupo de ambiciosos. En el primero de los borradores de los que se extrae la versión definitiva y ampliamente divulgada de este documento, encontramos claridades como esta: “…no embarga al Partido que la preparó y ordenó, el amargo placer de poder para la verdad ni la heroica alegría que se apodera a la hora del sacrificio de las almas desinteresadas, sino el concepto de su responsabilidad, y la certidumbre de que la guerra renaciente lleva en sus entrañas un pueblo capaz de conquistar con brío su libertad de nación, y de mantenerla, por la equidad de las leyes y de las costumbres, en una república capaz de evitar, con el respeto a que su orden obligue, la malicia y tratos de los propios, y la codicia y atracción de los extraños.-la patria es un deber, no un himno.”         

Con semejante luminosa estela, puede comprenderse entonces que en la despedida de la carta a su amigo Henríquez y Carvajal, le diga: “Debo a Vd. un goce de altura y de limpieza, en lo áspero y feo de este universo humano.” Y se entenderá también por qué luego de la despedida en la carta a su madre, aparece una pequeña esquela donde afirma: “Tengo razón para ir más contento y seguro de lo que Vd. pudiera imaginar. No son inútiles la verdad y la ternura. No padezca.”

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