Por Aurelio Alonso *
No
creo que haya quien dude que la liberación de la venta de automóviles y
otros vehículos se inscribe entre las medidas que intensifican las
relaciones de mercado dentro de la economía cubana, sin representar
amenaza a su orientación socialista. Paso por alto consideraciones
favorables o desfavorables, dado que la concibo como inevitable; en
realidad, un movimiento poco relevante en magnitud económica, pero
coherente dentro de la propuesta de actualización del modelo inducida
por los Lineamientos.
Se
dice que Cuba era el país con mayor cantidad de automóviles por
habitante en la América Latina antes de 1959. No puedo asegurar que sea
exacta la afirmación pero me inclino a creerlo. Esto no excluye el hecho
de que el automóvil fuera un privilegio de clase media. Que rueden más
automóviles no se corresponde necesariamente con la mejoría del
bienestar social.
Durante
los años '60 la adquisición de automóviles dejó de ser una prioridad en
las importaciones cubanas: desde las instancias del Estado
revolucionario -que crecía como Estado empresario-, convertidas en el
principal consumidor de automóviles, se comenzó por explotar hasta el
agotamiento el parque automotriz que el éxodo dejaba atrás. Sólo
recuerdo en aquellos años la venta de una pequeña remesa de diminutos
Skodas, modelo Octavia, destinados a médicos ilustres, y la entrada del
Volga a organismos, sin que se destinara a la venta a la población. Y
todo esto en cantidades muy moderadas, ajenas al flujo comercial.
El
proyecto cubano no se orientaba en los '60 a mejorar el transporte por
la vía individual, aunque tampoco consiguió, como se había propuesto,
dar una solución a la demanda del transporte colectivo, que crecía
rápidamente.
Quienes
tenían un auto de los años '50, o lo compraron informalmente, lo ponían
a rodar en función familiar y cada vez más en el alquiler. Un episodio
algo olvidado fue que en aquel tiempo se constituyó, al parecer de
manera espontánea, una entidad llamada Asociación Nacional de Choferes
de Alquiler (Anchar).
La
Anchar desapareció pero no lo hicieron los viejos autos, que son los
mismísimos almendrones de hoy; unos pocos conservados con refinamiento,
la mayoría desfigurados por la edad y las reconstrucciones, pero unos y
otros funcionando. Los choferes de hoy son propietarios más jóvenes,
decididos a vivir del auto y, al propio tiempo, a dedicarle su vida,
muchos de ellos mecánicos formados en la práctica que impone mantener su
propiedad en pie.
Al
final de los '60 los autos asignados al movimiento de las figuras
políticas y administrativas tenían forzosamente que ser sustituidos
debido a la depreciación, y para ello se logró una opción de compra
estatal muy provechosa en el plano mercantil con la firma italiana
Alfa-Romeo.
Llama
la atención que el simple privilegio de contar con la posibilidad de
moverse en este vehículo, pequeño, sin refinamiento suntuario, dio lugar
a que una corriente crítica acuñara el término de “alfacracia”, como si
se tratara de un signo de ostentación más que de responsabilidad.
Ante
la insuficiencia del transporte público, nunca resuelta, aquella
singular relación salvífica cubana del hombre con el auto no quedó
circunscrita a la generación de los almendrones sino que se extendió en
nuestra sociedad.
Cuando
las condiciones lo permitieron, hacia mediados de los '70, se cerraron
contratos de adquisición de Toyotas japoneses, Chevis y Dodges de
fabricación argentina para un sistema de taxis estatales y, al fin, del
Fiat 125 y el Peugeot 304 para la venta a profesionales dentro del
sistema de la institucionalidad existente, en moneda nacional, a precios
subsidiados.
La
restricción era entonces que el propietario del vehículo sólo podía
venderlo al Estado (nunca he escuchado que alguien lo haya hecho). A
estos siguió la venta, a lo largo de los '80, y aun después, de Ladas y
Moskovichs en las mismas condiciones.
Sin
embargo, la solución del transporte colectivo quedó atascada. Por
razones explicadas a medias, el proyecto del metro de La Habana se hizo
inviable, la recuperación del tranvía parece que nunca fue tomada en
serio, y el mantenimiento de un sistema eficaz de transportación urbana
por ómnibus no ha logrado contar con fondos suficientes.
En
este difícil escenario del problema de transporte, los '70 y los '80
consolidaron la aspiración del cubano a dar respuesta a su necesidad por
la vía del automóvil. El envejecimiento de Fiats, Ladas y toda la
flotilla de autos vendidos por autorización hace dos o tres décadas
también ha ido a engrosar en buena medida hoy el parque de los
almendrones. Y no pocos profesionales han pasado a ensanchar las filas
de los choferes de alquiler y priorizado el mantenimiento del auto en su
horario laboral y su economía doméstica.
Se
trata de un fenómeno que ha influido, junto a otros, en la
reestratificación de la fuerza laboral en el país durante los últimos
años.
De
manera que, después de tanto tiempo fuera del horizonte comercial del
cubano, el auto vuelve a entrar ahora en el mismo. En cierta medida lo
había hecho ya, hace dos años, con la autorización de la venta entre
propietarios, pero finalmente es que se puede decir que se abre ese
mercado.
Comprar,
sin embargo, va a implicar el movimiento de mucho dinero, pues la
medida debe significar para el sistema una vía de recaudación de divisas
que comienzan a concentrarse en manos de una minoría de la población.
Nos hallamos en una sociedad en la cual ha crecido la desigualdad, que
también estará marcada por la diferencia entre la minoría
“carroteniente” y la mayoría “guagodependiente”.
Subrayo,
a la vez, que me parece esperanzador que se haya dispuesto que las
ganancias obtenidas de la venta estatal de automóviles se destinen, a
partir de ahora, al mejoramiento del transporte público. Sobre todo si
ello significa, como es de suponer, que se sumarán a una partida ya
existente en el presupuesto nacional.
Las
dificultades de la transportación pública han sido y son tan serias
porque no tocan solamente al problema social sino que constituyen un
grave obstáculo para el rendimiento de la fuerza de trabajo en una
sociedad en la cual la población urbana alcanza el 77% (y el empleo
urbano se ha de acercar, en consecuencia, a esta proporción). Llegar al
centro de trabajo y regresar a la casa puede convertirse en una tragedia
cotidiana.
En
todo caso, hechas estas consideraciones, pienso que hay que dar la
bienvenida a la nueva medida, que se inscribe en la ruta de la
transformación requerida por nuestra economía, aunque seguramente va a
significar mucho menos que el alboroto que tal vez provoca entre quienes
comienzan a sacar la cuenta para enfrentar la compra.
*El autor es sociólogo y acaba de recibir el Premio Nacional de Ciencias Sociales y Humanísticas.
Fuente Cuba contemporánea
Tomado de Cubadebate
Imagen "Se va, se va, se fueee" (RCBáez)
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