Por Luis Toledo Sande*
El
novelista, arqueólogo y esteta André Malraux sostuvo que la vida,
especialmente la juventud, es un mercado de valores, y hay quienes no
compran nada. Así opinaba metafóricamente, sobre una realidad que
desborda edades, el internacionalista que combatió el fascismo en España
y en Francia, su país, contra cuyas fuerzas colonialistas luchó en
Asia.
Por
todo ello resulta especialmente significativo que, al expresarse, su
campo de referencias fuera uno donde es consustancial relacionar calidad
y valor, o precio: el mercado. Tanta presencia ha tenido en el devenir
humano que, junto a las acepciones vigentes de comercio, el diccionario
de la Real Academia Española registra esta, considerada en desuso:
“Comunicación y trato de unas gentes o pueblos con otros”. José Martí,
de ética y espiritualidad insobornables, se refirió a la escasez de
“comercio intelectual” entre los déficits que Cuba necesitaba encarar.
Una
de las complicaciones sufridas por la humanidad ha radicado en que las
relaciones mercantiles son diabólicas e imprescindibles. ¿Cómo sustituir
la sociedad de mercado, que llega a lo aberrante, por la sociedad sin
mercado, que acabaría en parálisis? Pero no son pocas las
mistificaciones de tal realidad, aunque solo se viera en los recursos
expresivos: en general, las virtudes que son o deberían ser propias de
la condición humana —título de la más célebre novela de Malraux— se
asocian, lo hemos visto, con lo mercantil.
Con
la palabra fiar —que viene de fe y en el ámbito comercial se ha
representado con espinas gráfica y conceptualmente— se vinculan otras
como fianza, que remite a leyes y dinero, y confianza, que suele
interpretarse como lo más espiritual. El resumen de la ubicuidad del
mercado en la vida, incluyendo conceptos éticos y morales, estriba en
que las buenas cualidades se llaman también valores: acaban así
confundidas con objetos y con la economía, que, además de insoslayable,
puede ser particularmente grosera.
Hace
pocos años un amigo confiable hablaba —con señas y hasta con
entusiasmo, pero sin santo— acerca de un familiar suyo, especializado en
axiología, teoría que merece atención y tal vez no debiera
llamarse de los valores, sino de la dignidad, o del decoro. Según el
testimoniante, el pariente aludido escribía alguno de los textos de su
especialidad en la sala de su casa, cerca de donde una hija, sentada
sobre las piernas del novio cubano, recibía llamadas que le hacía desde
París el amante francés.
Las
contingencias de géneros podrían ser otras, y a estas alturas no está
uno para escandalizarse por minucias, ni para meterse en los
berenjenales de la chismografía, que pocas berenjenas da, y ninguna
buena. Es más productivo recordar el discurso con que Lenin, el casi
olvidado líder bolchevique, trasmitió a los jóvenes comunistas de la
naciente Unión Soviética una idea-brújula: la moral socialista se basa
en la honradez con que se asuma, se administre y se defienda la
propiedad social, no en los frustrantes melindres de la moralina, que
sataniza el uso de las entrepiernas y es harto propensa a las
simulaciones.
No
hay que transitar por los vericuetos de la mojigatería, ni desconocer
un hecho: el ideal del matrimonio por amor es un invento bastante
reciente en la historia de la humanidad. En el inicio fueron las
relaciones sexuales por el instinto hormonal y reproductivo que el ser
humano heredó de sus ancestros irracionales —o más irracionales que él
(y ella)—, y que, al igual que otros atavismos, perduran como fuerza
generatriz. Quede para otro momento el tratar las relaciones entre el
sentido de la moral sustentado por Lenin y los caminos recorridos desde
el matrimonio por imposición o contrato hasta la tierna posibilidad del
nexo por amor.
Rocemos
ahora uno de los recursos más perversos entre los empleados por quienes
burlan para su provecho la propiedad social, incluido el derecho a
ejercer el pensamiento propio y la palabra que lo expresa. El recurso en
cuestión ha consistido en identificar moral y moralina, con lo cual la
primera se desacredita, para facilitar actos contra la propiedad que
debe ser de veras social.
Los
valores se anulan cuando se reducen a frases, sean consignas políticas o
postulados supuestamente científicos, o religiosos. Difícilmente haya
formulación teórica superior en alcance a la conocida máxima del héroe
puertorriqueño Pedro Albizu Campos. Sustitúyase en ella hombre por ser
humano, y será irrebatible: “El valor más permanente en el ser humano es
el valor”. De este depende la robustez de todos los demás que se tenga o
se quiera tener.
(Fuente Bohemia)
Tomado de Cubadebate
Imagen agregada RCBáez ¡A ver si cuidas el uniforme!
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