Por José Alejandro Rodríguez
Cuba
está de moda, andan pregonando por el mundo, como si este país fuera
pasarela de ocasión, efímera fiebre de sábado en la noche o evanescente
escenario de curiosidades al son de la compleja y dilatada normalización
de las relaciones con Estados Unidos.
Después
de medio siglo tirante, ahora Obama reconoció que fue infructuosa la
carta de la hostilidad abierta hacia la «majadera» Cuba. Negocia
mientras mantiene debajo de la manga un as de tácticas y estrategias
sutiles. Pero no acaba de eliminar el bloqueo, aunque suavice ciertas
clavijas, y empiecen a llegar a La Habana turistas autorizados por las
12 excepciones.
Ahora
hasta The New York Times hace guiños a Cuba, con un «cheak to cheak». Y
todo el mundo quiere estar en La Habana satanizada, vaya a saber por
qué: artistas, hombres de negocios y gurúes de la comunicación,
personajes del jet set… Cada quien vela por su trozo en el pastel que
sueñan repartirse, como si los cubanos no los estuviéramos midiendo, y
no precisamente para ropa.
Algunos
se han apurado en vivir intensamente lo que consideran las postrimerías
de La Habana (¿o Havana?) de Castro. Y en su fiebre de redescubridores,
se pasean por el Malecón en suntuosos y descapotables «almendrones»
Chrysler y Buick o Impalas de alquiler, como si viajaran al final del
socialismo en Cuba, apresando las instantáneas «últimas» de aquello que
les fue vedado durante tantos años.
Pero
también se confunden entre nosotros muchos norteamericanos sencillos y
comunes, que desean revertir con calidez los años de distancia. Se
asombran del cariño cubano, de la desmesura sentimental y de la
comunicación tan expansiva que respira la Isla bajo el sol impertinente.
Constatan que esta ciudad cuarteada, bella en su estática milagrosa, no
es el pandemónium que siempre les contaron.
Además
de las tenazas económicas que puedan derribarse, la gente tan tremenda
de este país añora vivir en paz y convivencia con el vecino, siempre con
un ojo abierto hasta durmiendo de hartazgos reconciliatorios. Y
compartir las claves y zonas de convergencias que por tradiciones y
razones históricas nos unen —Hello, Hemingway—, mas allá de lo que nos
ha separado.
Se
inicia un vuelco histórico en el tradicional diferendo Estados
Unidos-Cuba. Y hay que ponerle todas las velas a San Lázaro para que el
acercamiento anunciado en el día de Babalú Ayé, el 17 de diciembre,
fructifique y se consolide de la manera más respetuosa desde ambas
orillas.
Siempre
habrá en este gradual rencuentro de Cuba y EE.UU. actores que
pretendan, desde ambas naciones, reproducir las viejas y gastadas
configuraciones que no sirvieron. Siempre habrá aquí adentro gente que
reviva los modelos serviles y genuflexos. Pero esta reconsideración
histórica valdrá en la medida en que Cuba vindique, como siempre lo ha
hecho, su dignidad y soberanía.
Los
desafíos son grandes para nuestra nación, que no podrá cubrirse con una
campana de cristal ante todo lo que sobrevenga de esta reconciliación.
Más bien, la entereza para sortear los peligros, incluido el de que se
horaden los cimientos de lo que tanto hemos apuntalado, dependerá sobre
todo de la voluntad histórica del pueblo y el Gobierno cubanos, pero
también de la eficacia y eficiencia que insuflemos a nuestro modelo
socialista, de los cabos que no dejemos sueltos, de los atavismos y
torceduras que erradiquemos de raíz, de las fisuras que no abandonemos a
su suerte. Hay mucho por hacer en Cuba para alcanzar la plenitud y la
madurez de los cambios.
Ahora,
cuando tantos desde Estados Unidos y del resto del mundo redescubren
Cuba bajo la anuencia del descongelamiento, suena frívolo y volátil el
eslogan de que este país está de moda. Se abren compuertas, pero esta
salpicadura de tierra firme en el Caribe permanece hace mucho tiempo
abierta al mundo. Abierta a las buenas intenciones de paz y sana
convivencia, al tiempo que, con Nicolás Guillén, cierra la muralla al
diente de la serpiente.
Tomado de Juventud Rebelde
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