domingo, 9 de agosto de 2015

El estigma del discurso colonial (Primera parte)

Por Juan Jesús Guanche Pérez *

Introducción

Estamos en pleno siglo XXI y aun tenemos que escuchar en diversos espacios públicos, tanto académicos como ordinarios, el mismo discurso que emplearon los colonialistas europeos para sus súbditos en América, como si el valor contextual y semántico de los términos que conforman conceptos no hubieran cambiado con el tiempo. Expresiones escritas por la legislación de entonces como «indio, blanco, negro, mulato, pardo, moreno, de color, raza», u otros términos más recientes como «afrocubano y afrodescendiente», se apropian de los discursos como si la significación de los términos tuviera una inocencia prístina despojada de toda intención colonizadora o de dominación de las ideas para trascender una época histórica marcada por la explotación, la discriminación y la pérdida de la condición humana.

Muchos de estos términos fueron creados, definidos y usados para justificar campañas de conquista, saqueo, genocidio, colonización y apropiación de territorios y poblaciones mayores de las que disponían las metrópolis de entonces. Pasaron al léxico jurídico, político, científico y eclesial para imponerse mediante el poder de la justicia, las armas, la convicción o la fe,  y fueron apropiándose de las mentalidades hasta abarcar la lengua vernácula en las más diversas variantes, cual signos de prejuicio, discriminación, exclusión y también de autoestima, solidaridad, sobrevivencia en las más complejas situaciones sociales.

Veamos algunos de estos términos en sus alcances semánticos para contribuir a despojarnos de un viejo y anacrónico estigma colonial, pues un modo eficaz de transformar las mentalidades es repensar críticamente el significado de los términos con el que aplicamos conceptos a la siempre cambiante realidad de la que formamos parte.

De indios a pueblos originarios

El término indio en el contexto americano tiene un alcance polisémico ya que puede referirse en su acepción original al habitante nativo de la India, perteneciente o relacionado con este gran país de Asia; aunque en varios países americanos se prefiere emplear el término hindú, debido a que una parte muy representativa de la población de la India profesa el hinduismo, junto con la intención de evitar la ambigüedad del gentilicio indio usado comúnmente para designar a los aborígenes del continente americano. En ocasiones encontramos referencias a indostánico o hindustaní, una denominación lingüística de una rama de la familia indoeuropea envolvente de varios pueblos de la India y Paquistán, aunque también se habla en Fiyi, Guyana, Malasia y Surinam.

También el término indio se refiere al poblador nativo u originario de América, debido a la muy conocida confusión de Cristóbal Colón al llegar a esta parte del mundo y no a la India. Esta acepción ha generado varios términos derivados del primero para tratar de subsanar el error como indígena americano, indoamericano, amerindio y que supuestamente aparecen identificados como si fueran  «correctos», sin perder el erróneo referente indio, desconectado de los etnónimos de muchos pueblos americanos que reflejan diversos sentidos de pertenencia en sus respectivas lenguas (1).  Por ello, el término indio ha tenido y aun tiene connotaciones despectivas en varios países de América e implicaciones racistas y de exclusión cultural. En ocasiones, aunque el fenotipo aborigen americano de las personas sea evidente e indudable, muchos no prefieren identificarse como «indios» y acuden a otros ardides de la identidad étnica; es decir, mestizos, cholos u otros términos.

Recordemos en este sentido los argumentos que en el siglo XVI exponía el dominico Juan Ginés de Sepúlveda (1490-1573) para justificar la guerra de conquista como «justa» y para despojar a los primeros pobladores de América de su condición humana:

Con perfecto derecho los españoles imperan sobre estos bárbaros del Nuevo Mundo e islas adyacentes, los cuales en prudencia, ingenio, virtud y humanidad son tan inferiores a los españoles como niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas.

¿Qué cosa pudo suceder a estos bárbaros más conveniente ni más saludable que el quedar sometidos al imperio de aquellos cuya prudencia, virtud y religión los han de convertir de bárbaros, tales que apenas merecían el nombre de seres humanos, en hombres civilizados en cuanto pueden serlo.

Por muchas causas, pues y muy graves, están obligados estos bárbaros a recibir el imperio de los españoles [...] y a ellos ha de serles todavía más provechoso que a los españoles [...] y si rehúsan nuestro imperio podrán ser compelidos por las armas a aceptarle, y será esta guerra, como antes hemos declarado con autoridad de grandes filósofos y teólogos, justa por ley natural.

La primera [razón de la justicia de esta guerra de conquista] es que siendo por naturaleza bárbaros, incultos e inhumanos, se niegan a admitir el imperio de los que son más prudentes, poderosos y perfectos que ellos; imperio que les traería grandísimas utilidades, magnas comodidades, siendo además cosa justa por derecho natural que la materia obedezca a la forma (2).
Muy conocida también es la ferviente oposición de Fray Bartolomé de Las Casas (1484-1566) como uno de los precursores de los derechos humanos al proponer la noción del derecho de gestes como argumento en defensa de estos pueblos. La denuncia a las atrocidades de los conquistadores y gobernantes que realiza en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias en 1542 lo sinteriza de manera formidable en el Prólogo de la obra antes de pasar a describir tal situación en cada una de las islas y Tierra Firme:
La causa porque han muerto y destruido tantas y tan infinito número de ánimas los cristianos, ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días y subir a estados muy altos y sin proporción de sus personas (conviene a saber): por la insaciable codicia y ambición que han tenido, que han sido mayor que en el mundo ser pudo, por aquellas tierras tan fértiles y tan ricas, y las gentes tan humildes, tan pacientes y tan fáciles a sujetar, a las cuales no han tenido más respeto ni de ellas han hecho más cuenta ni estima […], no digo que de bestias […], pero como a menos que estiércol de las plazas (3).
 Recientemente, como parte de la crítica a las terminologías coloniales, muchos prefieren hablar de aborígenes americanos; es decir originarios del lugar donde viven o de pueblos originarios, inicialmente empleado por los movimientos sociales y que posteriormente ha influido en el discurso académico y político(4).

Por la significación histórico-cultural para toda la humanidad de los pueblos originarios, el 13 de septiembre del 2007 la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. De este modo se efectuó un nuevo paso para cumplir una denodada demanda histórica de las poblaciones originarias de todo el mundo. En la votación, se pronunciaron 144 países a favor, 4 en contra (Australia, Canadá, Estados Unidos de América y Nueva Zelanda) y 11 abstenciones. Esta Declaración se compone de 46 artículos y abre un nuevo espacio al Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas de la ONU (UNPFH), a la vez que contribuye a un mayor nivel de responsabilidad de los Estados(5).  En la sesión anual del 2010 «el Foro recomendó a las seis divisiones de la ONU “prestar mayor atención a las cuestiones de los pueblos indígenas” y hacer valer los derechos de esas poblaciones. Asimismo, reclamó que las opiniones de esas comunidades sean decisivas a la hora de formular políticas que afecten a sus integrantes, tierras y recursos, y exigió una mayor participación en los procesos intergubernamentales y programas de cooperación técnica»(6).

Como se observa, frente a la crítica a diversas denominaciones obsoletas, determinados organismos internacionales conservan los mismos términos coloniales para tratar de defender lo que tantas veces fue atropellado.

De blancos sin sangre azul

El concepto del supuesto individuo blanco, como falso criterio de «raza», se origina  en 1781 por el antropólogo físico alemán Johan Blumembach (1752-1840), quien propuso la denominación de «raza caucásica o caucasoide» limitada a la población europea. De lo anterior se deriva la hipótesis no demostrable acerca de que las personas de piel clara eran originarias o se habían dispersado en las montañas del Cáucaso. Hacia 1855, en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas, Arthur de Gobineau (1816-1882), también especulaba sobre la supuesta raza nórdica como la mejor de todas, como si fuera un exclusivo producto de boutique, por lo que consideraba perjudicial la mezcla con otros grupos, ya que aquello podría degenerar la inventada «pureza racial».
Por ello, una connotación restringida en varias definiciones del fenotipo blanco es que el término se refiere a personas originarias y nativas de Europa. En cambio, otros criterios más abarcadores incluyen poblaciones de  algunas zonas de África del Norte y del Medio Oriente. Incluso si se atiende al color de la piel hay grupos humanos del norte de la India y poblaciones tan alejadas de Europa como los pashtún de Pakistán y Afganistán con bajos niveles de melanina. De manera que el criterio eurocéntrico del supuesto «hombre blanco» de desdibuja por su propio peso. Sin embargo, fue también otro recurso de dominación mediante una supuesta «superioridad» respecto de otros seres humanos.

Esto motiva una discusión acerca de la diferencia entre la noción de  piel clara respecto del equívoco criterio de «blanco». El término de por sí es un error histórico y científicamente muy cuestionable, ya que la mayoría de las personas identificadas como «blancas», independientemente del origen étnico o geográfico, tienen una pigmentación epitelial que va del rosa pálido, rosado o rosáceo más o menos bronceado. No obstante, una piel puede considerarse clara si en el registro del espectrómetro se manifiesta un índice alto o reflectante, que revela un bajo nivel de melanina o pigmento epitelial.

A lo anterior se añade en el contexto colonial de América bajo la dominación hispánica la doctrina de la limpieza de sangre, todo un morboso sistema de discriminación que apareció en el siglo XIV en la España de la Edad moderna y que se replicó en el Nuevo Mundo. El sistema estableció entre los españoles una diferenciación entre personas de supuesta «sangre pura» y personas a los que se les atribuía tener la «sangre impura, manchada o mezclada» con la población conversa de judíos o moros de España, lo que creó una distinción entre «cristianos viejos» y «cristianos nuevos» o conversos.

Esta doctrina se empleó primero para discriminar a los propios españoles con ascendencia judía o mora y luego para segregar a los españoles que pretendían asentarse en América. Tras la expulsión de los judíos sefardíes en 1492, muchos se «convirtieron» al catolicismo para disfrutar de los mismos derechos que los cristianos viejos. Es entonces cuando se originan en las instituciones del estado y en diversas organizaciones privadas los «estatutos de limpieza de sangre», que establecen  la «investigación» genealógica de las personas con intenciones de algún privilegio, con el objetivo de identificar si éstas tenían o no «sangre judía, mora o hereje», para facilitar o impedir el ingreso a los colegios, grados militares, monasterios, cabildos y a la propia Inquisición. En este sentido, por primera vez se emplearon los falsos y míticos conceptos de «raza» y «sangre» homologados como estrategia de discriminación.

Otra expresión mítica de origen hispánico fue la de «sangre azul», que más tarde se extendió a otros idiomas (blue blood, sang bleu) e indica noble cuna o ascendencia refinada. Se relaciona formalmente con la palidez propia del color de la piel de los aristócratas y privilegiados, que no realizaban trabajos físicos rudos ni sufrían las inclemencias del tiempo, mientras que otros sectores laborales como campesinos y artesanos tenían una piel más curtida. Las venas de muchas personas de piel clara transparentan un aspecto azulado que el imaginario mitifica cual signo de privilegio.

Todo lo anterior contrasta con las evidencias de la emigración hispánica hacia América, pues la inmensa mayoría de quienes cruzaron el Atlántico, desde las calaveras colombinas hasta el trasvase masivo desde fines del siglo XIX y las primeras décadas del XX fueron personas humildes, trabajadoras, impulsadas a buscar un mejor nivel de vida. Uno de tantos ejemplos es la Composición laboral de la emigración hispánica hacia América durante el siglo XVIII, según la profesión, ocupación o estatus. En este caso, nada menos que el 86,8% está compuesto por criados acompañantes, cargadores o gentes de trabajo manual, mercaderes, familiares, pasajeros eventuales o de afincación, sin definir profesión, y artesanos; mientras que solo el 13,2% restante está compuesto por funcionarios o personal administrativo, eclesiástico y militares (7),  donde podrían concurrir algunos que otros migrantes de «blanca palidez». Por ello, la mayoría de la emigración hispánica hacia América estuvo compuesta por los entonces denominados «blancos» pero sin sangre azul.

De negros a personas

Como bien han señalado diversos estudiosos del tema, ni en América hay indios ni en África hay negros (8).  Fueron términos impuestos por la dominación colonial para cosificar la fuerza de trabajo esclavizada al mismo nivel objetual de una máquina que se vendía, compraba, cambiaba, subastaba y en este caso también se torturaba, a la vez que era completamente ajena a su condición humana.

El propio Johan Blumembach, que también había descrito a los etíopes de manera caricaturesca, para identificar así a todos los africanos, excepto a los del norte, tras conocer en Suiza a «una negra tan bella como para enamorarse» cambió completamente sus opiniones y llegó a decir que:
Los africanos individuales difieren de otros africanos tanto como los europeos difieren de otros europeos, o incluso más. Esto se puede ver sobre la base de la diferencia en la pigmentación de la piel, y especialmente sobre la base de las grandes diferencias en el ángulo facial de Camper (9). 
 De ese modo, el fundador de las teorías raciales modernas se convirtió en un ferviente admirador de los africanos, por sus talentos naturales y capacidades mentales (10).

Muchos colegas de diversas disciplinas que concurren a los documentos de la época colonial aun emplean el término negro a secas, como sustantivo cosificador, como objeto esclavizado y no cual sujeto sometido a la ferocidad de un sistema que lo despojaba de su condición humana. Otros hemos preferido denominar al africano y sus descendientes,  hayan sido esclavizados o libertos, por su lugar de origen o por su condición de haber nacido en un nuevo espacio y no por el simple color de su piel.

Lo negro deja de ser sustantivo y se transforma en adjetivo cuando se hace referencia a una persona negra o de piel negra, donde lo más significativo no es el color en sí mismo, sino la condición de persona sobre cuya fuerza de trabajo descansó el peso fundamental del sostén económico en las otrora colonias de América y sus millones de descendientes hoy forman parte plena de los estados nacionales.

Actualmente posee cada vez más fuerza el estudio del ADN mitocondrial y el 
cromosoma Y, para inferir que toda la humanidad procede de África y que los primeros representantes del Homo sapiens poseyeron una morfología similar a las poblaciones negras (melanodermas) actuales, especialmente en relación con el color de la piel, que más tarde se fue aclarando como adaptación a otros lugares donde la presencia de los rayos solares es inferior a la que se efectúa en África, aunque no podemos descartar el oscurecimiento epitelial en algunas poblaciones, según las mutaciones en diversos espacios. Tal es el caso de la población más antigua de Australia.

En los EEUU, por ejemplo, desde los años 50 del siglo XX fue cada vez más común el empleo del término «afroamericano» para hacer referencia a las personas negras de antiguo origen africano, pero muchos de los clasificados en esa categoría consideraron discriminatoria la expresión, al ubicarlos en el continente africano, como si un estadounidense no pudiera ser negro sin prefijos ni especificaciones, cuando ellos son parte fundadora de la nación. El debate ha conducido a posiciones contrarias y hoy se prefiere la denominación de «africano-americano (african-american)», como parte de un problema fundamental relacionado con la identidad. Este problema y su terminología acompañante han sido trasladados a otros contextos de América distintos en su formación histórico-cultural gracias al dominio estadounidense de los medios globales de comunicación, como veremos.

Por esta razón, varias lenguas, como el inglés, el francés y el alemán, tienen dos términos para designar a las personas negras de piel, uno simplemente descriptivo del color y otro claramente racista. De ese modo en inglés se usa black (negro) y nigger; en francés noir (negro) y nègre, y en alemán: Schwarzer (negro) y Neger.

Sin embargo, el término negro también adquirió diversos grados de polisemia en América, desde los anteriormente señalados para el inglés y el francés, hasta términos más amigables en el área hispanohablante mediante los diminutivos de negrito, negrita, mi negro o mi negra, hacia personas que aun sin ser de piel oscura se les tiene un afecto muy especial; de ahí el posesivo mi. Es la actitud de zafarse para siempre de la cosificación colonialista y reconocer la condición humana de millones de personas fundamentales para la formación de los pueblos actuales de este continente.

Durante un curso de postgrado en el Centro de Estudio del Caribe (CERAC) de la Universidad Católica Santo Domingo en 2008, cuando traté el tema sobre las denominaciones humanas y el color de la piel en relación con el Caribe, uno de los estudiantes-profesores (pues todos eran profesores de diversos lugares del país) me decía con pleno orgullo: «Yo soy un hombre dominicano negro y a mucha honra, rechazo todo eso de afro, pues ni mis abuelos nacieron en África. Mis raíces están aquí en este lugar. Este es mi país, mi patria y yo no me dejo colonizar». Esas palabras son todo un clamor de dignidad para muchos de sus compatriotas que preferían identificarse como «indio claro» o «indio oscuro» para ocultar o minimizar sus ancestros africanos e hispánicos.

NOTAS

(1) Vale señalar que decenas de etnónimos de los pueblos originarios en América Latina y el Caribe significan gente, persona, ser humano u otro indicativo identitario respecto de otros pueblos. Véase Jesús Guanche y Carmen María Corral. Los pueblos de América Latina y el Caribe, Diccionario etnográfico, tabla 1 (Versión digital, 2014).
(2)  Véase De la justa causa de la guerra contra los indios.
(3)  Véase Bartolomé de las Casas. Brevísima relación de la destrucción de las Indias, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1977:29.
(4)  Véase Colectivo de autores. Abya Yala una visión indígena, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2011.
  (5) Véase, «Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas», en Oralidad, para el rescate de la tradición oral de América Latina y el Caribe, Anuario 15, Diversidad cultural y expresiones orales. Oficina Regional de Cultura para América Latina y el Caribe de la UNESCO, La Habana, [s.a.]: 104-110.
  (6) Carriba, Victor M. «ONU-Cuestiones indígenas: dos decenios y mucho más», en Abya Yala una visión indígena (Prólogo de Evo Morales Ayma), La Habana, 2011:37.
  (7) Véase Jesús Guanche. España en la savia de Cuba, La Habana, 2013, Cuadro 4:36.
  (8) Véase Luz María Martínez Montiel. Africanos en América, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 2008.
  (9) Véase Jan Nederveen Pieterse. Blanco sobre negro. Las imágenes de África y de los negros en la cultura popular occidental. Centro Teórico-cultural criterios, La Habana, 2013:54.
  (10) Op. cit.:54.
  (11) Véanse Argeliers León. Tras las huellas de las civilizaciones negras en América, La Habana, 2001 y Jesús Guanche. Africanía y etnicidad en Cuba. Los componentes étnicos africanos y sus múltiples denominaciones, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2011.
*Lic. en Historia del Arte (Universidad de La Habana). Dr. en Ciencias Históricas con especialidad en Antropología Cultural del Instituto de Etnografía (Academia de Ciencias, URSS). Profesor Titular (UH) e Investigador Titular de la Academia de Ciencias de Cuba, del Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana y de la Fundación Fernando Ortiz, donde es Miembro de la Junta Directiva. Es miembro del Grupo de Expertos del Consejo de Redacción y del Colectivo de Autores del Atlas Etnográfico de Cuba, del Atlas de los instrumentos de la música Folclórica popular de Cuba y del Diccionario de la música española e hispanoamericana.
 FOTO: "Atributos", de Roberto Chile
Enviado por su autor para La Polilla Cubana

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