Hace 142 años, el 10 de Octubre de 1868, Cuba vio nacer su primera gran Revolución. A media mañana, y ante un puñado de hombres valientes reunidos en La Demajagua, cerca del pueblo de Manzanillo, Carlos Manuel de Céspedes proclamaba la independencia de la Isla, liberaba a sus esclavos y llamaba al alzamiento en armas.
Aquel fue el día del comienzo. Nacía así el movimiento de liberación cubano, y se echaba a andar el motor de esa tradición independentista que entraba a la historia con letras mayores.
En La Demajagua los cubanos proclamaron la independencia absoluta y sin condiciones; los esclavos, negros y mestizos, se hicieron un brazo más en la manigua. Las armas, el único camino y la batalla sigue siendo la misma: la de la dignidad y la igualdad humana, la soberanía y el bienestar, la independencia y la nacionalidad
Hoy se sigue llamando al combate con el mismo lema de Céspedes, el que en la guerra se hizo grande y Padre de la Patria: "Independencia o Muerte, Cuba no sólo tiene que ser libre, sino que no puede ya volver a ser esclava".
http://www.granma.cubaweb.cu/2010/10/10/nacional/artic01.html
10 de octubre de 1868: Magisterio para todos los tiemposPor Alina Martínez Triay
El tañido de una campana fue nuestro primer clarín de combate, un lugar de trabajo, el ingenio Demajagua, la primera tribuna de ideas; su dueño, Carlos Manuel de Céspedes, el iniciador de la insurrección; el medio millar de hombres allí congregados, blancos unos y negros acabados de liberar, los primeros combatientes por la libertad.
Constituyó el primer episodio del alzamiento de todo un pueblo. De hombres acaudalados que hicieron dejación voluntaria de sus riquezas para dedicarse por entero, sin reparar en carencias y vicisitudes, a pelear por la independencia; de mujeres que abandonaron la seguridad del hogar para marcharse decididas a la manigua, donde prestaron excepcionales servicios a la Revolución; de antiguos esclavos convertidos en soldados formidables; de chinos que echaron a un lado la servidumbre para luchar por su patria adoptiva sin que entre ellos hubiese nunca un traidor ni un desertor; de cubanos surgidos de las filas más humildes, que a golpe de virtudes y de coraje se erigieron en prestigiosos oficiales del Ejército Libertador.
Nacía así una nación que tuvo la singular virtud de conjugar el aprendizaje de la guerra con la enseñanza al mundo de lo que era capaz un pueblo decidido a sacudirse el yugo colonial.
Sus forjadores manifestaron en Guáimaro su capacidad de elevar la insurrección a la estatura de un Estado independiente, al constituir una república autóctona, independiente y democrática, que reunió a los patriotas en un frente común contra la Metrópoli.
Dieron un ejemplo sublime de dignidad y patriotismo con la quema de la ciudad de Bayamo, a la que sus habitantes prefirieron destruir antes que entregar al enemigo.
Demostraron que la falta de recursos no era un obstáculo porque las armas se le arrebataban al enemigo; que algo tan común como un machete de trabajo podía sembrar el terror entre las filas peninsulares cuando era blandido con arrojo por los patriotas en sus formidables cargas de caballería, y que hasta el clima era su eficaz aliado contra el ejército colonial.
Muchos ciudadanos honestos de otras tierras ofrecieron su brazo combatiente a aquella admirable contienda en la que, como expresó José Martí, se tuvo “a raya, en diez años de esta vida, a un adversario poderoso que perdió doscientos mil hombres a manos de un pequeño ejército de patriotas, sin más ayuda que la naturaleza”.
No fue el poderío militar de España el que puso fin a la guerra, sin que conquistase sus objetivos de independencia y abolición de la esclavitud. Cuando Antonio Maceo recibió de Máximo Gómez el informe sobre los acontecimientos del Zanjón, valoró acertadamente que si Martínez Campos le había propuesto un arreglo a los cubanos era porque estaba convencido de que nunca los vencería por medio de las armas. Para lograr la capitulación, el general español había sabido aprovechar los problemas internos que habían llevado a la crisis al movimiento independentista.
El dramático desenlace de esta contienda lo resumió Martí cuando afirmó: “Nuestra espada no nos la quitó nadie de la mano, sino que la dejamos caer nosotros mismos”.
Fue esa otra de las grandes lecciones de la epopeya del 68, que no culminó en victoria pero tampoco en deshonra para tantos luchadores que lo habían dado todo por la causa emancipadora. Maceo recogió sus banderas y en la Protesta de Baraguá anunció al mundo que los verdaderos revolucionarios no renunciarían a la materialización de los ideales del 10 de Octubre.
Para los cubanos de estos tiempos el magisterio de aquella nuestra primera batalla por la libertad mantiene vigencia: continuar y enriquecer sus glorias y evitar sus errores. La Revolución que hoy construimos es una sola y comenzó en el ingenio Demajagua. El deber de los actuales patriotas es mantener en alto la espada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario