Por Roberto Ginebra*
En 1999, tenía la autoestima por el suelo. Suspenso en la asignatura Derecho de Obligaciones, me habían otorgado la repitencia* del segundo año de la carrera. La crisis nacional continuaba, pese al incremento y los ingresos del turismo. Me consolaba asistiendo a ratos a la Universidad, buscando algún material de estudio en las bibliotecas (la Central y la de la facultad) o pidiendo viejas notas a mis compañeros. Aquella tarde era hosca, había custodios de verde olivo pidiéndole el carnet de estudiantes a quienes trataban de entrar al Alma Mater por cualquiera de sus accesos. Acostumbrado a portar todos los documentos encima, no tuve problemas para entrar, pero era hostil a aquel ambiente.
Estaba sentado, un rato después, en un banco de la Plaza Cadenas (rebautizada en 1961 como Plaza Agramonte, nombre que por desgracia no ha pegado entre los universitarios), encadenado sin metáforas a un resumen sobre obligaciones pecuniarias y con un tanque obsoleto de fondo, como si fuera a dispararme, creo. Entonces se formó el tumulto y apareció Fidel con un mandatario latinoamericano. Estábamos acostumbrados a esas visitas, recuerdo así de pasada, las de los colombianos Samper y Pastrana; la del mexicano Zedillo, y otras. Pero a Hugo Chávez Frías, de la Venezuela vigilante y ceñuda, ya los cubanos le teníamos un extraño afecto en aquellos años solitarios, de aislamiento y guerra mediática (la guerra se mantiene). Y quise verlo de cerca.
Era de piel aceitunada, de mi altura física, pelo crespo cerrero, semblante amplio y ojos avisados. Rápido de gesto y palabra... y sobre todo con una sonrisa que desarmaba con su franqueza. Tengo que reconocer que para ese entonces no lo había aquilatado. Lo sabía valiente, pero también “golpista”. Lo sabía de izquierda, pero también católico. Le gustaba la pelota, pero era teniente coronel. Tenía mis reservas y mis prejuicios, que se fueron esfumando con los años, y aún discrepando a veces con palabras o formas, no dudé nunca de su visión estratégica. Lo convertí dentro de mi corazón en un amigo del barrio, más que en el Presidente Aliado. El mayor acierto de mi pobre apreciación política fue reconocer en él, más tarde, al más grande líder socialista mundial de principios del siglo XXI y al más comprometido con la causa cubana que conoció mi generación.
Aquella tarde pude saludarlo, junto a otros centenares de estudiantes: Mucho gusto, Presidente, tal vez le dije. A mi lado, una muchacha negra de largas trencitas, le sonreía con timidez. Él le preguntó: “¿Cuánto tiempo te demoras en peinarte?” Las carcajadas de todos a nuestro alrededor se sumaron a su ocurrencia. Fidel se mantenía apartado, y Chávez lo llamó, con esa confianza familiar de siempre: “Ven, Fidel” El de la barba cana, sonrió y le dijo: “No Hugo, esos son tus estudiantes” Creo que fue la única de tantas veces que nuestro Comandante no fue a saludarnos, cediendo al otro Comandante su lugar. Y de repente, sin más, me sentí mejor… no parte de la Historia, ni ningún disparate panfletario, solo mejor.
Hubiera querido un recuerdo célebre, pero ese es mi recuerdo. Nuestro Chávez, como nuestra América del Bravo a la Patagonia, cabe en esas pequeñas cosas, precisamente por su grandeza ejemplar. Y el proyecto de Socialismo Bolivariano que el diseñó, es aún más auténtico para nuestras naciones, hoy, que el modelo que Cuba ha defendido por más de cincuenta años. Es una herejía para los defensores del canon estatista, lo sé… pero vivo todos los días con esa certeza.
Abordar ahora las razones que tengo para afirmar algo así, es parte de otras páginas, que tal vez escriba en algún momento u otros lo hagan por mí. Por eso Fidel en plena conciencia de la propuesta de Hugo Chávez, nos llamaba sus estudiantes aquella tarde, sin que ello implicara dejar de hacer nuestro propio destino o renegar del mejor legado de la Revolución Cubana.
Finalmente me gradué, me hice abogado, me casé con una católica, tuve dos hijos. Tan acostumbrado a ver al Presidente Chávez triunfar, no me pasó por la mente, ni siquiera al enfermarse de cáncer, que se nos podía ir así: lúcido, fuerte, sonriente. Pero después de ver su vida, su batalla; después de fundirnos en su sueño, ya sé que somos mejores. Sólo eso, sin más pretensiones. Y este llanto nos salva.
En 1999, tenía la autoestima por el suelo. Suspenso en la asignatura Derecho de Obligaciones, me habían otorgado la repitencia* del segundo año de la carrera. La crisis nacional continuaba, pese al incremento y los ingresos del turismo. Me consolaba asistiendo a ratos a la Universidad, buscando algún material de estudio en las bibliotecas (la Central y la de la facultad) o pidiendo viejas notas a mis compañeros. Aquella tarde era hosca, había custodios de verde olivo pidiéndole el carnet de estudiantes a quienes trataban de entrar al Alma Mater por cualquiera de sus accesos. Acostumbrado a portar todos los documentos encima, no tuve problemas para entrar, pero era hostil a aquel ambiente.
Estaba sentado, un rato después, en un banco de la Plaza Cadenas (rebautizada en 1961 como Plaza Agramonte, nombre que por desgracia no ha pegado entre los universitarios), encadenado sin metáforas a un resumen sobre obligaciones pecuniarias y con un tanque obsoleto de fondo, como si fuera a dispararme, creo. Entonces se formó el tumulto y apareció Fidel con un mandatario latinoamericano. Estábamos acostumbrados a esas visitas, recuerdo así de pasada, las de los colombianos Samper y Pastrana; la del mexicano Zedillo, y otras. Pero a Hugo Chávez Frías, de la Venezuela vigilante y ceñuda, ya los cubanos le teníamos un extraño afecto en aquellos años solitarios, de aislamiento y guerra mediática (la guerra se mantiene). Y quise verlo de cerca.
Era de piel aceitunada, de mi altura física, pelo crespo cerrero, semblante amplio y ojos avisados. Rápido de gesto y palabra... y sobre todo con una sonrisa que desarmaba con su franqueza. Tengo que reconocer que para ese entonces no lo había aquilatado. Lo sabía valiente, pero también “golpista”. Lo sabía de izquierda, pero también católico. Le gustaba la pelota, pero era teniente coronel. Tenía mis reservas y mis prejuicios, que se fueron esfumando con los años, y aún discrepando a veces con palabras o formas, no dudé nunca de su visión estratégica. Lo convertí dentro de mi corazón en un amigo del barrio, más que en el Presidente Aliado. El mayor acierto de mi pobre apreciación política fue reconocer en él, más tarde, al más grande líder socialista mundial de principios del siglo XXI y al más comprometido con la causa cubana que conoció mi generación.
Aquella tarde pude saludarlo, junto a otros centenares de estudiantes: Mucho gusto, Presidente, tal vez le dije. A mi lado, una muchacha negra de largas trencitas, le sonreía con timidez. Él le preguntó: “¿Cuánto tiempo te demoras en peinarte?” Las carcajadas de todos a nuestro alrededor se sumaron a su ocurrencia. Fidel se mantenía apartado, y Chávez lo llamó, con esa confianza familiar de siempre: “Ven, Fidel” El de la barba cana, sonrió y le dijo: “No Hugo, esos son tus estudiantes” Creo que fue la única de tantas veces que nuestro Comandante no fue a saludarnos, cediendo al otro Comandante su lugar. Y de repente, sin más, me sentí mejor… no parte de la Historia, ni ningún disparate panfletario, solo mejor.
Hubiera querido un recuerdo célebre, pero ese es mi recuerdo. Nuestro Chávez, como nuestra América del Bravo a la Patagonia, cabe en esas pequeñas cosas, precisamente por su grandeza ejemplar. Y el proyecto de Socialismo Bolivariano que el diseñó, es aún más auténtico para nuestras naciones, hoy, que el modelo que Cuba ha defendido por más de cincuenta años. Es una herejía para los defensores del canon estatista, lo sé… pero vivo todos los días con esa certeza.
Abordar ahora las razones que tengo para afirmar algo así, es parte de otras páginas, que tal vez escriba en algún momento u otros lo hagan por mí. Por eso Fidel en plena conciencia de la propuesta de Hugo Chávez, nos llamaba sus estudiantes aquella tarde, sin que ello implicara dejar de hacer nuestro propio destino o renegar del mejor legado de la Revolución Cubana.
Finalmente me gradué, me hice abogado, me casé con una católica, tuve dos hijos. Tan acostumbrado a ver al Presidente Chávez triunfar, no me pasó por la mente, ni siquiera al enfermarse de cáncer, que se nos podía ir así: lúcido, fuerte, sonriente. Pero después de ver su vida, su batalla; después de fundirnos en su sueño, ya sé que somos mejores. Sólo eso, sin más pretensiones. Y este llanto nos salva.
*Cuando un estudiante debe repetir su año, y volver a cursar sólo la asignatura en la que obtuvo baja calificación
Imagen agregada RCBáez
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