sábado, 22 de junio de 2013

La prensa en el centro de la cultura, de la vida

Por Luis Toledo Sande*
 

 
Que los medios encargados de hacerlo no informen con pleno vigor sobre las reuniones en que los trabajadores de la prensa defienden revolucionariamente que ella afiance sus virtudes y -como ha exigido la máxima dirección del país- se libre de déficits que menguan su efectividad, no significa que dichas reuniones no sean vigorosas. En ellas, acaso más que en la brega cotidiana, donde pudieran predominar formas de una “inercia” que viene de lo establecido vuelto costumbre, trabajadores del sector expresan ideas y actitudes contrarias felizmente a la debilidad, la grisura, la resignación y la parálisis.

Lo hacen porque saben que se necesitan conceptos válidos para perfeccionar -como parte de la sociedad en su conjunto- la información, que es un bien público y debe ser de ley, exista o no exista una ley de la información. Los obstáculos en ese camino son disímiles y pueden tener gran peso. Pero no enfrentarlos con la decisión de vencerlos sería funesto para el país, cuyo perfeccionamiento no debe reducirse a la economía. Si prevalecieran resortes capaces de frenar los ideales socialistas, a los que deben servir los cambios económicos necesarios, las conquistas del socialismo estarían en peligro junto con él.

Sería ingenuo creer que el logro de aspiraciones semejantes resultará fácil. La prensa debe estar atenta a los obstáculos que lo dificulten, porque le toca informar acerca de ellos para que sean revertidos, y porque atentan contra el desarrollo que ella misma necesita alcanzar. Entre los obstáculos figuran las carencias económicas del país, inseparables de deficiencias internas que se agravan por el férreo bloqueo económico, financiero y comercial que el imperio le ha impuesto al país durante medio siglo, y cuyo cese no se vislumbra.

No cabe desconocer tales escollos, pero el líder histórico de la Revolución Cubana, Fidel Castro, ha dicho que, no obstante el enorme asedio lanzado contra ella desde el exterior, lo que podría derrocarla serían sus propios errores y en especial la corrupción, objetivamente contrarrevolucionaria. Esperar a que el bloqueo expire para luego erradicar esos males, y esperar a que esté asegurada la eficiencia económica para entonces perfeccionar el funcionamiento social cotidiano, pudiera favorecer el advenimiento de una sociedad que estaría harto lejos de representar los ideales por los que se ha vertido sudor y sangre.

No hay que ilusionarse con un pronto levantamiento del bloqueo, y menos aún esperar que el imperio lo suspenda con el ánimo de facilitarle a Cuba la construcción del socialismo. Luchar contra el bloqueo es un deber político y moral; aunque, de levantarse, quizás sería porque el imperio hubiera decidido librarse ya de la influencia de la camarilla -de origen cubano en gran parte- que ha hecho de la contrarrevolución un negocio altamente lucrativo. Pero tal camarilla no es una adherencia anómala del poder en los Estados Unidos, sino parte de él, en el que tiene peso, y en sus tendencias dominantes la gran potencia no parece encaminarse a la apertura comercial como un medio más eficaz que la abierta hostilidad para influir en Cuba y torcerle el camino.

Si el bloqueo es una forma particularmente visible de la reacción imperialista contra una Cuba que molesta porque decidió alcanzar y defender su soberanía, y buscar la justicia social, hay razón para vaticinar que el imperio solamente dejaría de reaccionar contra ella si dejara de resultarle incómoda y no mereciera ya el honor de ser objeto de su tirria. Tal vez no estén descaminados quienes ven el bloqueo como parte de un conflicto histórico que viene del siglo XIX y, en cuanto a persistencia, pudiera tener derivaciones comparables con las que median entre el Israel sionista y la Palestina agredida.

Uno de los propósitos -y no el menos malvado- que con mayor o menor conciencia animan a los promotores de la hostilidad imperialista contra Cuba, pudiera ser que en ésta se generalizase una mentalidad defensiva capaz de conducirla a un autobloqueo letal. En ello tendría su parte una prensa que, atascada en la idea de no permitir que el enemigo le trace su agenda, evada dar al pueblo toda la información que éste necesita, reclama y merece, y eternice prácticas como las que hace décadas Fidel Castro llamó síndrome del silencio o del misterio, y en años recientes Raúl Castro ha tildado de secretismo y enfáticamente ha llamado a erradicarlas.

En la resistencia que parece actuar contra ese llamamiento se yerguen a veces las sombras de la perestroika y la glásnot, nombres de aspiraciones -en ruso, como se sabe, transformación y transparencia, respectivamente- que en la otrora Unión Soviética eran necesarias, pero terminaron manipuladas como recursos para desmontar el socialismo llamado real y desintegrar la propia URSS. Ante fantasmas como esos, lejanos ya para nuevas hornadas de periodistas y ciudadanos en general -muchos nacidos cuando la URSS ya no era presentada como el modelo a seguir-, es necesario ir a la historia, a la vida, en busca de verdades rotundas.

Frente a lo que parece ser la tendencia a olvidarlo, se debe insistir en una máxima sostenida por Lenin: la verdad es revolucionaria, no porque los hechos que ella expresa sean necesariamente revolucionarios, sino porque ninguna práctica revolucionaria puede triunfar cuando la verdad se desconoce, se enmascara o se falsea.

Si la perestroika y la glásnot fueron inicialmente consignas capaces de movilizar y entusiasmar a poblaciones enteras y a partidos que debían ser comunistas de verdad -en los hechos y con la actitud de sus militantes, empezando por los dirigentes- pero estaban desmovilizados en la rutina de la obediencia verdadera o simulada, no se debió al poder mágico de palabra alguna, sino a que la sociedad necesitaba cambios. Ninguna supuesta o real transparencia informativa dio al traste con el socialismo: lo demolieron la inercia y las deformaciones acumuladas en el funcionamiento cotidiano de la sociedad, y, sobre todo, las mafias que en torno al poder político o en él, se formaron al amparo de ocultamientos, misterios, silencios y secretos avalados o impuestos.

Ignorar esos hechos puede servir para calzar autocomplacencias, pero no para encontrar vías y actitudes necesarias cuando se quiere transformar acertadamente la realidad. Si de voluntad marxista se trata, el camino errado puede conducir a que se echen por la borda las luces del materialismo histórico, y a dictaminar que un traidor más o menos taimado y otro adicto al alcohol pueden echar abajo la obra de todo un partido. No se menosprecie el papel de las personalidades, pero tampoco se olvide que ellas por sí solas no hacen la historia ni echan abajo partidos numerosos y bien pertrechados de ideas, de buenos ejemplos y de una claridad ideológica difícil de imaginar allí donde falte la transparencia indispensable. La convocatoria a lograrla puede tropezar, más que con fantasmas, con hechos asociables formalmente a la subjetividad, pero objetivos por su peso y por sus efectos prácticos.

Realidades como las que vivieron la URSS y en general el denominado campo socialista europeo aportan lecciones a los movimientos revolucionarios en el mundo: no para impedir las transformaciones necesarias y la debida y legítima claridad en la información, sino para asumirlas resueltamente y con lucidez. Además de que en Cuba sería suicida posponerlas al levantamiento del bloqueo o a la solución de problemas económicos que en efecto urge vencer, la solución de éstas ni siquiera depende por completo de la voluntad nacional: también el afán socialista sufre los efectos de la crisis sistémica global del capitalismo.

Es necesario impedir que al amparo de calamidades provocadas o reforzadas por el asedio imperialista prosperen justificaciones y se afiancen cortinas a cuyo amparo -fueran ellas de hierro o de silencio- surja o crezca la corrupción generadora de mafias, como hemos recordado que ocurrió en los países europeos llamados socialistas. De igual modo, que las desigualdades sociales resulten inevitables no es razón para abandonar el ideal de justa igualdad -por muy inalcanzable que esta resulte o parezca ser-, ni para olvidar que las desigualdades pueden ser aliadas de la corrupción y de otros males, sobre todo si las autoridades y la prensa no cumplen su papel esclarecedor, un papel que en particular a la segunda es necesario exigirle y permitirle.

Habrá problemas materiales que resolver en la prensa, como en otros sectores. Pero sería calamitoso esperar a tener todas las computadoras y la conectividad necesarias -¡ojalá se tuvieran pronto!-, la capacidad editorial y poligráfica convenientes y los cambios salariales apremiantes no solo en ella, para luego buscar la soltura informativa ineludible en la brega revolucionaria. Se puede ver con ojeriza y devaluar de antemano a quienes critiquen los déficits de la prensa; pero si las críticas tienen una determinada cantidad de razones, de aciertos, lo sensato no es limitarse a ignorarlas, repudiarlas o negarles valor. Lo que el país necesita es eliminar los hechos que dan razones a la impugnación de la realidad.

Antonio Machado, quien tenía en mente la España que él representaba y defendía -un ideal aplastado por la sedición fascista que se adueñó del poder durante décadas-, podía desear para ella una república cristiana, democrática y liberal, virtudes de las cuales a una república como la Cuba de hoy, laica y no guiada por prédicas liberales, le corresponde cultivar para sí la democracia: una democracia verdadera y basada en la plena participación popular. Pero algo enseña lo que el machadiano Juan de Mairena sostiene con otro personaje: “En una república […] conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoníaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas”.

El poeta sevillano -hombre que era, “en el buen sentido de la palabra, bueno”- creó heterónimos, especialmente Juan de Mairena, para desplegar debates dialécticos en sus textos. En ese juego tan serio asumió como lo demoníaco fértil “la emisión del pensamiento” y como práctica útil, eso que en la sabiduría colectiva se ha definido como ejercer de abogado del diablo. Se trata de confrontar ideas, de propiciar la polémica orientada a iluminar los caminos por donde triunfe el bien, una aspiración que incluye saber que el Demonio no tiene la razón, pero conviene oírle sus razones, para dejarlo sin ellas, no reduciéndolas al silencio, sino transformando la realidad que les dé base.

La discusión sería estéril o no del todo fértil, si se limitara a hacer trizas lo dicho por el enemigo, aunque también eso es necesario, como en las circunstancias en que, buscando para Cuba una revolución verdadera y victoriosa, vivió antes de 1959 el Fidel Castro que publicó en aquellos años, en La Habana: “¡Mientes, Chaviano!” y otros artículos similares. El citado fue parte de una labor para la cual el líder halló en Bohemia el espacio por el cual, pensando también -no solamente- en aportes de esa revista posteriores a 1959, pudo calificar a dicha publicación como “nuestro más firme baluarte”.

La franqueza y el coraje son necesarios asimismo dentro de la obra revolucionaria, para enfrentar responsablemente actitudes y hechos en que de algún modo haya motivos para ver obstáculos opuestos a la Revolución. Siempre será preferible la necesidad de hacer rectificaciones justas -para eso sirven el diálogo y la polémica- antes que apoyar errores con la connivencia del silencio. Debe preocupar que quien practique el secretismo lo haga sabiendo que no corre por ello ningún peligro, y que lo costoso sea no observar la prudencia capaz de conducir al falseamiento o la ocultación de la realidad.

A varios ejemplos se ha referido este articulista en otros textos, y habría más. Hace décadas Fidel Castro reaccionó enérgicamente ante una poda hecha en el testamento político de José Antonio Echeverría para ocultar su religiosidad, y más recientemente Raúl Castro reaccionó también con ardor contra la discriminación de una trabajadora religiosa. Pero aún alguien puede suprimir en un texto la alusión a la religiosidad de un héroe, sin que nada le ocurra por ello, como, que sepamos, ningún riesgo corre quien frena la información sobre hechos inocultables que el pueblo acaba conociendo por rumores (o por medios enemigos).

Si la intensidad y la honradez de los debates que protagonizan trabajadores de la prensa no son reflejadas vigorosamente, para favorecer su buen efecto, por órganos que pueden o deben hacerlo, ¿no será porque prevalecen prácticas que la dirección del país ha llamado a erradicar? Cuanto más persistan -en la prensa pueden sobrevivir como “prerrogativas de quien dirige” y “líneas editoriales”-, mayor será el peligro de que la nación no logre a tiempo y bien los cambios que le urgen. No es cuestión de fantasmas, ni de imitaciones.

*Filólogo e historiador cubano: investigador de la obra martiana de cuyo Centro de Estudios fue sucesivamente subdirector y director. Profesor titular de nuestro Instituto Superior Pedagógico y asesor del legado martiano en los planes de enseñanza del país; asesor y conductor de programas radiales y de televisión. Jurado en importantes certámenes literarios de nuestro país.  Conferencista en diversos foros internacionales; fue jefe de redacción y luego subdirector de la revista Casa de las Américas. Realizó tareas diplomáticas como Consejero Cultural de la Embajada de Cuba en España. Desde 2009 ejerce el periodismo cultural en la Revista Bohemia. Entre los reconocimientos que ha recibido se halla la Distinción Por la Cultura Nacional.


Atiende Luis Toledo Sande: artesa de este tiempo

Fuente: CUBARTE; (Detalles en el órgano, XV)
 Fecha: 2013-06-21


Imagen agregada RCBáez

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