Por Luis Toledo Sande*
Que
los medios encargados de hacerlo no informen con pleno vigor sobre las
reuniones en que los trabajadores de la prensa defienden
revolucionariamente que ella afiance sus virtudes y -como ha exigido la
máxima dirección del país- se libre de déficits que menguan su
efectividad, no significa que dichas reuniones no sean vigorosas. En
ellas, acaso más que en la brega cotidiana, donde pudieran predominar
formas de una “inercia” que viene de lo establecido vuelto costumbre,
trabajadores del sector expresan ideas y actitudes contrarias felizmente
a la debilidad, la grisura, la resignación y la parálisis.
Lo
hacen porque saben que se necesitan conceptos válidos para perfeccionar
-como parte de la sociedad en su conjunto- la información, que es un
bien público y debe ser de ley, exista o no exista una ley de la
información. Los obstáculos en ese camino son disímiles y pueden tener
gran peso. Pero no enfrentarlos con la decisión de vencerlos sería
funesto para el país, cuyo perfeccionamiento no debe reducirse a la
economía. Si prevalecieran resortes capaces de frenar los ideales
socialistas, a los que deben servir los cambios económicos necesarios,
las conquistas del socialismo estarían en peligro junto con él.
Sería
ingenuo creer que el logro de aspiraciones semejantes resultará fácil.
La prensa debe estar atenta a los obstáculos que lo dificulten, porque
le toca informar acerca de ellos para que sean revertidos, y porque
atentan contra el desarrollo que ella misma necesita alcanzar. Entre los
obstáculos figuran las carencias económicas del país, inseparables de
deficiencias internas que se agravan por el férreo bloqueo económico,
financiero y comercial que el imperio le ha impuesto al país durante
medio siglo, y cuyo cese no se vislumbra.
No
cabe desconocer tales escollos, pero el líder histórico de la
Revolución Cubana, Fidel Castro, ha dicho que, no obstante el enorme
asedio lanzado contra ella desde el exterior, lo que podría derrocarla
serían sus propios errores y en especial la corrupción, objetivamente
contrarrevolucionaria. Esperar a que el bloqueo expire para luego
erradicar esos males, y esperar a que esté asegurada la eficiencia
económica para entonces perfeccionar el funcionamiento social cotidiano,
pudiera favorecer el advenimiento de una sociedad que estaría harto
lejos de representar los ideales por los que se ha vertido sudor y
sangre.
No
hay que ilusionarse con un pronto levantamiento del bloqueo, y menos
aún esperar que el imperio lo suspenda con el ánimo de facilitarle a
Cuba la construcción del socialismo. Luchar contra el bloqueo es un
deber político y moral; aunque, de levantarse, quizás sería porque el
imperio hubiera decidido librarse ya de la influencia de la camarilla
-de origen cubano en gran parte- que ha hecho de la contrarrevolución un
negocio altamente lucrativo. Pero tal camarilla no es una adherencia
anómala del poder en los Estados Unidos, sino parte de él, en el que
tiene peso, y en sus tendencias dominantes la gran potencia no parece
encaminarse a la apertura comercial como un medio más eficaz que la
abierta hostilidad para influir en Cuba y torcerle el camino.
Si
el bloqueo es una forma particularmente visible de la reacción
imperialista contra una Cuba que molesta porque decidió alcanzar y
defender su soberanía, y buscar la justicia social, hay razón para
vaticinar que el imperio solamente dejaría de reaccionar contra ella si
dejara de resultarle incómoda y no mereciera ya el honor de ser objeto
de su tirria. Tal vez no estén descaminados quienes ven el bloqueo como
parte de un conflicto histórico que viene del siglo XIX y, en cuanto a
persistencia, pudiera tener derivaciones comparables con las que median
entre el Israel sionista y la Palestina agredida.
Uno
de los propósitos -y no el menos malvado- que con mayor o menor
conciencia animan a los promotores de la hostilidad imperialista contra
Cuba, pudiera ser que en ésta se generalizase una mentalidad defensiva
capaz de conducirla a un autobloqueo letal. En ello tendría su parte una
prensa que, atascada en la idea de no permitir que el enemigo le trace
su agenda, evada dar al pueblo toda la información que éste necesita,
reclama y merece, y eternice prácticas como las que hace décadas Fidel
Castro llamó síndrome del silencio o del misterio, y en años recientes
Raúl Castro ha tildado de secretismo y enfáticamente ha llamado a
erradicarlas.
En
la resistencia que parece actuar contra ese llamamiento se yerguen a
veces las sombras de la perestroika y la glásnot, nombres de
aspiraciones -en ruso, como se sabe, transformación y transparencia,
respectivamente- que en la otrora Unión Soviética eran necesarias, pero
terminaron manipuladas como recursos para desmontar el socialismo
llamado real y desintegrar la propia URSS. Ante fantasmas como esos,
lejanos ya para nuevas hornadas de periodistas y ciudadanos en general
-muchos nacidos cuando la URSS ya no era presentada como el modelo a
seguir-, es necesario ir a la historia, a la vida, en busca de verdades
rotundas.
Frente
a lo que parece ser la tendencia a olvidarlo, se debe insistir en una
máxima sostenida por Lenin: la verdad es revolucionaria, no porque los
hechos que ella expresa sean necesariamente revolucionarios, sino porque
ninguna práctica revolucionaria puede triunfar cuando la verdad se
desconoce, se enmascara o se falsea.
Si
la perestroika y la glásnot fueron inicialmente consignas capaces de
movilizar y entusiasmar a poblaciones enteras y a partidos que debían
ser comunistas de verdad -en los hechos y con la actitud de sus
militantes, empezando por los dirigentes- pero estaban desmovilizados en
la rutina de la obediencia verdadera o simulada, no se debió al poder
mágico de palabra alguna, sino a que la sociedad necesitaba cambios.
Ninguna supuesta o real transparencia informativa dio al traste con el
socialismo: lo demolieron la inercia y las deformaciones acumuladas en
el funcionamiento cotidiano de la sociedad, y, sobre todo, las mafias
que en torno al poder político o en él, se formaron al amparo de
ocultamientos, misterios, silencios y secretos avalados o impuestos.
Ignorar
esos hechos puede servir para calzar autocomplacencias, pero no para
encontrar vías y actitudes necesarias cuando se quiere transformar
acertadamente la realidad. Si de voluntad marxista se trata, el camino
errado puede conducir a que se echen por la borda las luces del
materialismo histórico, y a dictaminar que un traidor más o menos
taimado y otro adicto al alcohol pueden echar abajo la obra de todo un
partido. No se menosprecie el papel de las personalidades, pero tampoco
se olvide que ellas por sí solas no hacen la historia ni echan abajo
partidos numerosos y bien pertrechados de ideas, de buenos ejemplos y de
una claridad ideológica difícil de imaginar allí donde falte la
transparencia indispensable. La convocatoria a lograrla puede tropezar,
más que con fantasmas, con hechos asociables formalmente a la
subjetividad, pero objetivos por su peso y por sus efectos prácticos.
Realidades
como las que vivieron la URSS y en general el denominado campo
socialista europeo aportan lecciones a los movimientos revolucionarios
en el mundo: no para impedir las transformaciones necesarias y la debida
y legítima claridad en la información, sino para asumirlas
resueltamente y con lucidez. Además de que en Cuba sería suicida
posponerlas al levantamiento del bloqueo o a la solución de problemas
económicos que en efecto urge vencer, la solución de éstas ni siquiera
depende por completo de la voluntad nacional: también el afán socialista
sufre los efectos de la crisis sistémica global del capitalismo.
Es
necesario impedir que al amparo de calamidades provocadas o reforzadas
por el asedio imperialista prosperen justificaciones y se afiancen
cortinas a cuyo amparo -fueran ellas de hierro o de silencio- surja o
crezca la corrupción generadora de mafias, como hemos recordado que
ocurrió en los países europeos llamados socialistas. De igual modo, que
las desigualdades sociales resulten inevitables no es razón para
abandonar el ideal de justa igualdad -por muy inalcanzable que esta
resulte o parezca ser-, ni para olvidar que las desigualdades pueden ser
aliadas de la corrupción y de otros males, sobre todo si las
autoridades y la prensa no cumplen su papel esclarecedor, un papel que
en particular a la segunda es necesario exigirle y permitirle.
Habrá
problemas materiales que resolver en la prensa, como en otros sectores.
Pero sería calamitoso esperar a tener todas las computadoras y la
conectividad necesarias -¡ojalá se tuvieran pronto!-, la capacidad
editorial y poligráfica convenientes y los cambios salariales
apremiantes no solo en ella, para luego buscar la soltura informativa
ineludible en la brega revolucionaria. Se puede ver con ojeriza y
devaluar de antemano a quienes critiquen los déficits de la prensa; pero
si las críticas tienen una determinada cantidad de razones, de
aciertos, lo sensato no es limitarse a ignorarlas, repudiarlas o
negarles valor. Lo que el país necesita es eliminar los hechos que dan
razones a la impugnación de la realidad.
Antonio
Machado, quien tenía en mente la España que él representaba y defendía
-un ideal aplastado por la sedición fascista que se adueñó del poder
durante décadas-, podía desear para ella una república cristiana,
democrática y liberal, virtudes de las cuales a una república como la
Cuba de hoy, laica y no guiada por prédicas liberales, le corresponde
cultivar para sí la democracia: una democracia verdadera y basada en la
plena participación popular. Pero algo enseña lo que el machadiano Juan
de Mairena sostiene con otro personaje: “En una república […] conviene
otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, prescribirle
deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el
específicamente demoníaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que
como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis.
El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que
escucharlas todas”.
El
poeta sevillano -hombre que era, “en el buen sentido de la palabra,
bueno”- creó heterónimos, especialmente Juan de Mairena, para desplegar
debates dialécticos en sus textos. En ese juego tan serio asumió como lo
demoníaco fértil “la emisión del pensamiento” y como práctica útil, eso
que en la sabiduría colectiva se ha definido como ejercer de abogado
del diablo. Se trata de confrontar ideas, de propiciar la polémica
orientada a iluminar los caminos por donde triunfe el bien, una
aspiración que incluye saber que el Demonio no tiene la razón, pero
conviene oírle sus razones, para dejarlo sin ellas, no reduciéndolas al
silencio, sino transformando la realidad que les dé base.
La
discusión sería estéril o no del todo fértil, si se limitara a hacer
trizas lo dicho por el enemigo, aunque también eso es necesario, como en
las circunstancias en que, buscando para Cuba una revolución verdadera y
victoriosa, vivió antes de 1959 el Fidel Castro que publicó en aquellos
años, en La Habana: “¡Mientes, Chaviano!” y otros artículos similares.
El citado fue parte de una labor para la cual el líder halló en Bohemia
el espacio por el cual, pensando también -no solamente- en aportes de
esa revista posteriores a 1959, pudo calificar a dicha publicación como
“nuestro más firme baluarte”.
La
franqueza y el coraje son necesarios asimismo dentro de la obra
revolucionaria, para enfrentar responsablemente actitudes y hechos en
que de algún modo haya motivos para ver obstáculos opuestos a la
Revolución. Siempre será preferible la necesidad de hacer
rectificaciones justas -para eso sirven el diálogo y la polémica- antes
que apoyar errores con la connivencia del silencio. Debe preocupar que
quien practique el secretismo lo haga sabiendo que no corre por ello
ningún peligro, y que lo costoso sea no observar la prudencia capaz de
conducir al falseamiento o la ocultación de la realidad.
A
varios ejemplos se ha referido este articulista en otros textos, y
habría más. Hace décadas Fidel Castro reaccionó enérgicamente ante una
poda hecha en el testamento político de José Antonio Echeverría para
ocultar su religiosidad, y más recientemente Raúl Castro reaccionó
también con ardor contra la discriminación de una trabajadora religiosa.
Pero aún alguien puede suprimir en un texto la alusión a la
religiosidad de un héroe, sin que nada le ocurra por ello, como, que
sepamos, ningún riesgo corre quien frena la información sobre hechos
inocultables que el pueblo acaba conociendo por rumores (o por medios
enemigos).
Si
la intensidad y la honradez de los debates que protagonizan
trabajadores de la prensa no son reflejadas vigorosamente, para
favorecer su buen efecto, por órganos que pueden o deben hacerlo, ¿no
será porque prevalecen prácticas que la dirección del país ha llamado a
erradicar? Cuanto más persistan -en la prensa pueden sobrevivir como
“prerrogativas de quien dirige” y “líneas editoriales”-, mayor será el
peligro de que la nación no logre a tiempo y bien los cambios que le
urgen. No es cuestión de fantasmas, ni de imitaciones.
*Filólogo
e historiador cubano: investigador de la obra martiana de cuyo Centro
de Estudios fue sucesivamente subdirector y director. Profesor titular
de nuestro Instituto Superior Pedagógico y asesor del legado martiano en
los planes de enseñanza del país; asesor y conductor de programas
radiales y de televisión. Jurado en importantes certámenes literarios de
nuestro país. Conferencista en diversos foros internacionales; fue
jefe de redacción y luego subdirector de la revista Casa de las
Américas. Realizó tareas diplomáticas como Consejero Cultural de la
Embajada de Cuba en España. Desde 2009 ejerce el periodismo cultural en
la Revista Bohemia. Entre los reconocimientos que ha recibido se halla la Distinción Por la Cultura Nacional.
Atiende Luis Toledo Sande: artesa de este tiempo
Fuente: CUBARTE; (Detalles en el órgano, XV)
Fecha: 2013-06-21
Imagen agregada RCBáez
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