Por Enrique Ubieta Gómez
Hoy
cumple 87 años Fidel. Todos los cubanos, los que lo siguen y aman, los
que lo odian, no importa a qué generación pertenezcan, son sus hijos.
Tal fue la magnitud de su influjo. Aquellos barbudos que entraron sobre
camiones y tanquetas artesanales a la capital, hace casi 55 años,
quebraron la línea de la historia: un antes, un después. Nada, nadie
siguió siendo el mismo. Mi padre volvió a nacer, y sus hijos fuimos un
proyecto diferente al imaginado. Los sueños se transformaron en metas
alcanzadas y por alcanzar, en proyectos compartidos. Fuimos más
realistas: aprendimos a sobrepasar los abismos, las tempestades, los
imposibles.
Fidel fue el Martí de nuestra época. La trinchera se
corrió en Nuestra América hasta las 90 millas, como había querido
Martí. Desde aquel enero de 1959, y especialmente, desde Girón, los
latinoamericanos supieron que la victoria era posible. El
internacionalismo dejó de ser un acto de militantes “locos”, o un gesto
de las naciones “mayores” hacia las “menores”, para encarnar como un
deber de pueblos, un compartirlo todo –no lo que sobraba, sino lo que
apenas alcanzaba–, hasta la sangre.
Fidel era omnipresente, un
día pasaba por la escuela nueva, por el recién inaugurado laboratorio,
discutía los planes de la zafra azucarera, conversaba con Silvio y
Pablo, trazaba sobre un mapa las tácticas guerrilleras de los
sandinistas o el avance de las tropas en Angola, o más recientemente,
planeaba junto a Chávez la cantidad de personas a las que devolvería la
visión, la de los ojos y las del alma.
Aparecía de visita en la casa
de su amigo García Márquez a las tres de la mañana, improvisaba un
discurso de pie durante siete u ocho horas, sin tener que ir al baño, y
todavía después conversaba un rato con los periodistas que se atrevían a
desafiar su resistencia. Fidel nunca fue Castro, como quería el
enemigo, porque siempre fue pueblo. Cortó caña, caminó con la gente en
las marchas, y estuvo allí donde había que estar a la hora cero, en el
Moncada, en Girón, en la Crisis de octubre, bajo la lluvia y el viento
de los huracanes más feroces y en las provocaciones del enemigo. No lo
siguieron porque indicó a dónde ir, sino porque fue.
Amaba los
desafíos –los más grandes parecían más hermosos–, y los resolvía con
jugadas maestras, como un Capablanca de la política. En un mundo
dominado por el imperialismo, fue el guerrillero de las ideas y de los
actos, de las ideas convertidas en actos. ¿Se equivocó? No se equivocan
los que no se atreven a construir caminos propios. Pero estuvo en la
primera fila de las victorias, y de las derrotas. Si hoy buscamos otros
senderos, no es porque el suyo estuviese equivocado. Cambiaron las
condiciones, el mundo se hizo otro, y también cambiaron las tácticas.
Pero
Fidel no termina en Fidel. Tengo en mi casa el bello cartel de Ares,
“Cuba post Castro”, con su imagen repetida hasta el infinito,
multiplicada. Fidel nos acompaña, nos sirve de atalaya, de inspiración;
pero a Fidel regresaremos los cubanos, porque muchas de sus ideas
quedaron inconclusas, esperan ser cumplidas en un futuro al que la
Humanidad llegará, si no se autodestruye antes.
Fidel cumple hoy
87 años de su breve –la vida siempre es breve cuando se vive para
hacer–, e intenso paso por la vida. Pero apenas comienza a vivir en la
historia.
Tomado de su Blog La Isla Desconocida
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