martes, 15 de diciembre de 2015

¿Dónde está Carmela?

 

 
Graziella Pogolotti
 
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La diferencia que se olvida...
  
Llovía. De edad avanzada, la maestra seguía fiel a su aula, siempre puntual. Al cruzar Vía Blanca, un carro la atropelló. Enredada en su sombrilla, la violencia del golpe la hizo volar por los aires. Cayó sobre la calle mojada. La fractura de cráneo era irreparable. Murió como combatiente en el cumplimiento del deber. Conmovidos, los estudiantes del preuniversitario Rosalía Abreu le rindieron homenaje póstumo. Me pregunto ahora si algo semejante hicieron en su comunidad, porque la sociedad en su conjunto debe modelar valores reconociendo sus paradigmas, no solo a quienes alcanzan relieve nacional, sino a los que conviven con cada uno de nosotros en el día a día de la bodega, la carnicería y las reuniones de vecinas, la Carmela que está al doblar de la esquina.
Un filme, Conducta, convocó a un público masivo. Por lo que me han contado, no es una historia truculenta. No acude a los ganchos hipnóticos utilizados por el consumismo. Remueve rescoldos de sentimientos enraizados en la aspiración latente al mejoramiento humano. Invita a una reflexión que a todos compromete.

Desde hace algún tiempo, sufrimos las consecuencias de la falta de maestros numéricamente suficientes y cualitativamente calificados en lo que respecta al conocimiento y al modo de conducirse. Ya se sabe, los salarios son bajos, atrapados como estamos en la búsqueda del difícil equilibrio entre las limitaciones financieras y la voluntad política, entre los apremios del día que corre y las exigencias del mañana que se nos viene encima. Y, sin embargo, en el aula estamos sembrando futuro. Allí descansa el porvenir de la nación.

Para afrontar los problemas, hay que analizar su origen y naturaleza y perfilar las aristas de la verdad. En la república neocolonial, el capitalismo subdesarrollado mantenía altas tasas de desempleo. La discriminación racial marginaba a negros y mestizos del acceso a ciertos puestos de trabajo. La frontera se levantaba en las oficinas de las empresas privadas y llegaba al mostrador de las tiendas más elegantes, aunque todo ello violara la Constitución de la República. Recuerdo el batallar para conquistar estos espacios vedados.

Mal pagado siempre, el magisterio público garantizaba estabilidad laboral. Para los marginados, ofrecía reconocimiento social y reforzaba la autoestima en quienes tuvieron que contar con el respaldo familiar de tantas madres que entregaron sus vidas lavando para la calle. En la sociedad moderna, el médico que cuida la salud del cuerpo y el maestro que transmite conocimiento y valores son los sustitutos del gurú de la tribu. En una sociedad corroída por el afán de lucro y por el dominio del poderoso caballero don dinero, los educadores constituían excepción de la regla. Modesta en el vestir, con la misma ropita una y otra vez, encarnaba la imagen de la persona decente. Cuando iban cayendo los años, de vez en cuando recibían la visita de un antiguo alumno, muestra de eterna gratitud.

No se puede rebobinar la historia y mucho menos, restaurar la injusticia estructural de entonces. Por voluntad política y para preservar la soberanía de la nación, tenemos que someternos a un autoanálisis tan implacable como una operación quirúrgica. El Día del educador necesita despojarse del formalismo impuesto por el cumplimiento rutinario de las tareas. Hay que estimular en los niños y en sus padres la capacidad de invención. El aula ha de ser un espacio sagrado de intercambio entre alumnos y maestros, libre de interferencias ajenas donde el educador preserva el ejercicio pleno de su autoridad. La experiencia me dice que el conglomerado humano que se reúne cada inicio de curso es siempre diferente. El grupo resultante de las pequeñas individualidades se consolida sin perder su heterogeneidad intrínseca, en el trabajo cotidiano apuntarán liderazgos incipientes, aliados potenciales del maestro, al que corresponde dar cauce a las rebeldías mediante la cohesión de responsabilidades y el incentivo a formas de participación activa, iniciación primera a la construcción de la conciencia ciudadana.

Propongo considerar en la formación de maestros una atención sustantiva al desarrollo de la facultad de observar. En cualquier nivel de enseñanza, tendrá ante sí un conjunto de personitas en proceso de crecimiento intelectual, psicológico y moral, sobreprotegidos o carentes de cariño, portadores de conflictos familiares, víctimas de sentimientos de inferioridad o deformados por la vanidad. El manejo inteligente de esas conductas garantiza el éxito del aprendizaje y el mantenimiento de la disciplina.

El proyecto educativo no puede desentenderse de la permanente problematización de la realidad. El diseño de la economía, necesidad de la supervivencia, provee soluciones para superar la crisis y formular medidas con el propósito de sentar las bases de un porvenir más satisfactorio. Su perspectiva debe situarse a mediano y largo plazo, porque todo cambio en este terreno repercute en la sociedad y en el sistema de valores imperante teniendo en cuenta, además, que crecimiento no implica, por necesidad, desarrollo. Este último se sustenta en la dimensión humana de un proyecto equitativo, garante de la igualdad de oportunidades con la consiguiente apertura a la cristalización de nuestros sueños. En este sentido, la voluntad política tiene que mantener, con mano firme, la brújula apuntalada en el andamiaje educativo.

«Los niños nacen para ser felices» se ha convertido en lema vaciado de contenido por la reiteración mecánica. Expresa el anhelo más profundo de la especie. Su esencia se borra cuando la frase se desarticula del pensamiento integrador del Maestro. La noción de la felicidad es conquista y aprendizaje. Se hace a la medida de cada uno. Entraña una filosofía de la vida inspirada en el amor, nunca en el estímulo a una mentalidad competitiva.
 
Tomado de Segunda Cita

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