Por Leydis María Labrador Herrera
La defensa es permitida. No se puede juzgar a un ser humano sin antes escuchar sus razones y argumentos. Así lo establecen los principios elementales de justicia social y nadie está en desacuerdo con eso, pues de cierta forma en el transcurso de la vida, todos pasamos por el papel de jueces y acusados indistintamente.
Sin embargo, más allá de marcos legales y derecho ciudadano, creo que la posibilidad de defenderse, vista incluso como instinto de conservación, ha pasado a un ámbito un poco ambiguo, que pudiera confundirse perfectamente con un mal que aqueja a nuestra sociedad: la justificación. En otras palabras, ese vicio pernicioso de no aceptar la culpa y tratar de pasar la responsabilidad a alguien más, como papa caliente.
Sin importar el rol que desempeñemos en el entorno que nos rodea, todos tenemos deberes inaplazables y nos gusta que se reconozca lo que hacemos bien, pero, raras veces, aceptamos nuestros errores. Lo preocupante del caso, es que esa actitud afecta de forma directa el funcionamiento y desarrollo de nuestra sociedad. Supone un obstáculo para el logro de las más elevadas metas y los más complejos objetivos.
Lo cierto es que sin pensar en nada más que en sacudirse, muchas personas al ser interpeladas por una violación determinada, comienzan a trazar todo un laberinto de causales que al final no conducen a la raíz del problema. El análisis de una problemática se convierte en una cadena interminable, donde raras veces aparece la aguja oculta en el pajar. Como es de esperar, a las dificultades les salen canas y se complejiza la búsqueda de soluciones.
Situaciones ilustrativas pudieran citarse muchas, pues chocamos a diario con ellas. Por ejemplo, es más fácil decir que una empresa no cumplió su plan de producción porque los recursos no llegaron en tiempo, porque la documentación tenía errores o porque faltaba capacitación al personal, que reconocer limpiamente, por encima de esas dificultades, que hubo falta de exigencia y control, o que no existió sistematicidad en el seguimiento al proceso productivo.
Decía Ernesto Guevara que hay que eliminar los errores que cometen los hombres y no a los hombres que cometen los errores, y ese ha sido un principio por el que se ha caracterizado nuestro sistema social. Para equivocarse, basta con ser humano, pero de ahí a salvar responsabilidades a toda costa, va un trecho bastante grande.
Es inadmisible que en medio del proceso de actualización que vive nuestro modelo económico, o del combate contra el delito y las indisciplinas sociales, aún nos demos el lujo de aceptar justificaciones vacías, que no conducen a ninguna parte y se abra espacio así para actitudes pasivas y conformistas. Acostumbrarnos a lo mal hecho, verlo sin sentir indignación y para colmo, permitir que se camufle, aun a sabiendas de lo que hay tras la madeja, es la forma más fácil de liberar al peligroso fantasma de la enajenación.
Diariamente nos enfrentamos a problemáticas que pudieran resolverse, como indica la sabiduría popular, dándole los palos al burro cuando se cae. Lamentablemente, a veces se confunde ser considerados con ser al extremo permisivos, sin darnos cuenta de las consecuencias que sobrevienen a los ojos ciegos y los oídos sordos.
La sociedad cubana vive momentos cruciales y todos de una forma u otra somos protagonistas de esos procesos. No podemos cruzarnos de brazos y aceptar que la culpa no la tenga nadie, cuando sabemos a ciencia cierta que no es así. Justificación, es en la vida práctica más que en la lengua materna, el antónimo de solución. Si todos lo sabemos, ¿por qué seguimos permitiéndolo?
Tomado de Periódico Granma
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